An English summary of this report is below. The original report, published in Spanish in El Confidencial, follows.
An expedition with Mateo Vicente Avanti, a 28-year-old Indigenous leader and president of Yomibato, a native community in the heart of the Manu, a national park in the Peruvian region of Madre de Dios, seeks to investigate the rumors of a new nation emerging from the Amazon. Avanti leads a diverse group, including journalists, teachers, psychologists, and Matsigenka people, on this investigative journey to investigate. The expedition faces numerous challenges, including the threat of uncontacted Indigenous people, the encroachment of drug traffickers, and the struggle for survival in a remote and challenging environment.
The Matsigenka people of Yomibato live at the last border of the known world, preserving their ancient traditions while facing the complexities of the modern world. The clash between the Indigenous way of life and external influences, such as evangelical missionaries, illegal mining, and the drug trade is evident. Despite the hardships, the Matsigenkas exhibit a cheerful variant of stoicism, choosing to laugh rather than cry. The story also highlights the socio-economic challenges faced by these communities, including the lack of resources, inadequate healthcare, and the encroachment of modern issues like unwanted pregnancies and the erosion of traditional practices. The Indigenous people's hope lies in education, with efforts to provide better schooling and preserve their cultural identity in the face of external pressures.
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En busca de Yomibato: una tribu entre narcos, 'lobbies' del gas y corrupción en el Amazonas
Esta expedición periodística, becada por el Pulitzer Center y auspiciada por El Confidencial, acompaña al líder indígena Mateo Vicente Avanti para comprobar si una nueva nación está despertando en las profundidades
“Me ha agarrado y me ha dicho… ¿Quieres morir?”.
Mauricio baja apresuradamente unas escalinatas de piedra y esquiva con agilidad el cadáver de una shushupe, a la que alguien ha aplastado el cráneo con una piedra. El veneno de esta serpiente puede matar a un adulto sano en cuestión de horas. El joven se zambulle en el agua y susurra algo al oído de su hermano Mateo. Al parecer, una familia de indígenas no-contactados trae noticias perturbadoras desde lo más profundo del bosque.
A sus 28 años, Mateo es el presidente de Yomibato, una comunidad nativa que marca en el mapa la última frontera del mundo conocido. Sus habitantes son parte del pueblo matsigenka, que conservan los mitos que ya se contaban unos a otros cuando los incas todavía reinaban en las montañas. La suya es la más remota de las cuatro comunidades que coexisten en el corazón del Manu, un gran parque nacional situado en la frondosa región peruana de Madre de Dios y cuyos límites se extienden desde las faldas de los Andes hasta la frontera brasileña.
Esta expedición periodística, becada por el Pulitzer Center y auspiciada por El Confidencial, ha acompañado al líder indígena Mateo Vicente Avanti hasta Yomibato con el fin de comprobar si, como dicen los rumores, una nueva nación está despertando en las profundidades del Amazonas.
Mateo viste una camiseta de marca italiana y una gorra de los Chicago Bulls. Para llegar a su comunidad hace falta atravesar las ciudades sin ley de la minería ilegal y adentrarse en una selva que alberga jaguares, caimanes negros, lobos de río y monos araña. Junto al joven indígena viajamos dos periodistas, tres maestras, dos psicólogos y un grupo variopinto de matsigenkas que va aumentando a medida que el bote se acerca al destino.
El trayecto por el interior del parque nacional requiere 165 galones de gasolina, seis hélices, un bote de aceite y otro de grasa, cuyo coste supera los 4.000 soles (casi 1.000 euros) sin contar la manutención. Una cifra inalcanzable para la mayoría de los matsigenkas, que no están integrados en el sistema laboral, carecen de DNI y apenas reciben ayudas estatales. De hecho, los pocos beneficiarios de estas prestaciones rara vez cobran los cheques, pues el viaje que deben realizar para recogerlos personalmente cuesta mucho más que la propia ayuda. Por si fuera poco, el último tramo de la ruta requiere remontar una quebrada en la que las embarcaciones quedan varadas cada pocos metros y es necesario bajar a empujarlas una y otra vez. Durante dos largos días, las rocas golpean los pies desnudos de los tripulantes y las astillas de los palos sumergidos se clavan entre sus dedos.
Pero, a pesar de las penurias, los nativos no dejan de bromear.
En un punto de la travesía coincidimos con Glenn Shepard, un antropólogo estadounidense que estudia las culturas del Manu desde 1986 y habla con fluidez el idioma nativo. Shepard sostiene que los matsigenkas practican una variante alegre del estoicismo: “Prefieren reír a llorar”.
El antropólogo ha logrado reconstruir la historia de estas comunidades remotas a través de cientos de testimonios directos y un estudio profundo de la bibliografía. A finales del siglo XIX, los caucheros peruanos practicaron correrías en las que atrapaban a indígenas y los esclavizaban en los terribles campos del caucho. Algunos matsigenkas lucharon contra estos invasores, se aislaron en las cabeceras del río Manu y no volvieron a salir por miedo a sufrir abusos y enfermedades. A finales de los años sesenta, sin embargo, aparecieron los misioneros evangélicos del Instituto Lingüístico de Verano. Esta organización tenía la firme creencia de que cuando la Biblia fuera traducida a todas las lenguas habladas en la Tierra comenzaría “el segundo reinado de Jesús”, por lo que buscaban las tribus más remotas con el fin de aprender sus idiomas y evangelizarlos. “Los misioneros financiaban sus actividades cazando y vendiendo pieles de jaguares, sajinos y lobos de río”, aclara el antropólogo. Pronto, los estadounidenses contactaron con un grupo de matsigenkas aislados, montaron una pista de aterrizaje para avionetas, una escuela, una capilla, una posta de salud… y fundaron la comunidad de Tayacome. Con la creación del parque nacional en 1973, las autoridades expulsaron a los evangélicos y estos convencieron a parte de la población nativa para que se marchara con ellos. “Les decían que si se quedaban no tendrían recursos ni escuelas y terminarían en el infierno”, recalca Shepard.
Algunas de las familias nativas se negaron a seguirles, volvieron a las zonas profundas de la selva y fundaron Yomibato.
Los matsigenkas han evolucionado en un paisaje tan bello como hostil. Tienen una estatura baja, un aspecto fibroso, el cabello liso, la piel morena y unos ojos rasgados. Sus pies, anchos y endurecidos, están perfectamente adaptados al terreno y no necesitan zapatos. Los últimos censos indican que en Yomibato viven alrededor de 40 familias y un total de 373 habitantes, de los cuales 200 serían menores de edad. Desde que fueron contactados por los misioneros estadounidenses, sus habitantes no han dejado de enfrentarse a un complejo choque cultural. Cazan con arco, tejen con fibras vegetales, practican ritos chamánicos, conocen las plantas medicinales y conservan tradiciones tan antiguas como su propia cultura. Al mismo tiempo, disponen de una débil conexión a internet, toman paracetamol en jarabe, reciben clases de profesores foráneos, visten camisetas de fútbol y escuchan cumbia a todo volumen.
Al estar situada en la frontera de un territorio intangible, a la comunidad siguen llegando familias no contactadas que emergen del bosque y en cuestión de días pasan de vivir en un aislamiento ancestral a ver vídeos en YouTube.
Los indígenas sin nombre
Mauricio y Mateo se dirigen hacia Taroka, el “barrio” más alejado de Yomibato. Sus vecinos se han congregado en una explanada con tres grandes cabañas y jalean con alegría a los visitantes de cabeceras. El término “de cabeceras” hace referencia a los cursos altos de los ríos, donde la caza abunda y los humanos escasean. Los recién llegados son padre, hijo y sobrino, herederos directos de aquellos matsigenkas que se rebelaron contra los caucheros, y visten unas túnicas de rayas verticales que ellos mismos tejen con algodón amazónico.
Es la primera vez que se acercan al mundo “moderno”.
Un tanto abrumados por las bromas y el alboroto de sus paisanos, miran alrededor con ojos alucinados. Tienen el cabello negro y liso, los rostros lampiños, unas manos gruesas y los pies de los dedos separados y compactos. Mateo les tiende la mano con una sonrisa y les da la bienvenida en su idioma: “Kameti pipokake”. De manera desenfadada y alegre, el líder de Yomibato y su hermano Mauricio han realizado con éxito lo que se conoce como “contacto inicial”, uno de los procesos más complicados y polémicos a los que se enfrentan los antropólogos modernos. “Si quieren venir, me voy a asegurar de que se sientan en casa. Si prefieren quedarse en el monte, tampoco hay problema. Ellos deciden”, enfatiza Mateo.
El "contacto inicial" de las tribus recónditas del Amazonas es siempre delicado
Al parecer, los matsigenkas de cabeceras nacen sin nombre. Se llaman unos a otros por su parentesco y a lo largo de su vida reciben apodos que en cualquier momento pueden cambiar y para el que cuentan con una forma lingüística propia. Se trata de un rarísimo fenómeno antropológico identificado exclusivamente por Glenn Shepard y que ni siquiera está representado en la literatura científica. Los indígenas de cabeceras tampoco celebran sus cumpleaños y solamente tienen palabras para contar hasta el número cinco.
Preguntados por el motivo de su visita, el mayor de los tres explica que su hermano abandonó el aislamiento hace tres años y construyó una nueva casa en Yomibato. “Hemos venido a visitarlo y ver cómo viven acá”, traduce Mateo. Esta familia no posee linternas, machetes ni ollas y su único instrumento “moderno” es un anzuelo de metal que les regaló su hermano en una ocasión. “Tenemos nuestra chacra de yuca, pescamos, cazamos… Y cuando anochece nos metemos en casa. Así vivimos”. Al no tener sal con la que conservar los alimentos, comen lo que cazan y ahúman lo que pescan. De vez en cuando, algunas familias de cabeceras se acercan a Yomibato y traen plumas de guacamayo y artesanías con las que comercian. En este intercambio suelen pedir machetes, ropa, ollas, sal y linternas, y si obtienen una linterna, suman pilas a la lista.
Aunque el mayor de los tres trata de evitar el tema que realmente los trajo a la comunidad, la insistencia de su propio hermano lo empuja a relatar un incidente ocurrido al comienzo de la estación seca.
“Había ido a pescar y estaba sentado frente al fuego. Entonces alguien me agarró del cuello. No logré ver su cara. Yo estuve quieto. Si hubiera reaccionado quizá me hubiesen matado”. El indígena describe al agresor como un hombre “tremendo”, de complexión fuerte y vestimenta viracocha, un término de origen inca que usan para referirse a los foráneos. “Me ha agarrado y me ha dicho… ¿Quieres morir?”. El agresor le habló en idioma matsigenka. Afortunadamente para el padre, su hijo apareció y el desconocido escapó entre las sombras.
Desde entonces la familia ha evitado ese lugar y se ha mudado a una quebrada todavía más remota, donde también escuchan el rumor de las avionetas. Sin aeropuertos cerca ni vías aéreas turísticas permitidas, los vuelos están presumiblemente relacionados con las rutas del narcotráfico. Los tres matsigenkas se despiden. Su testimonio deja una incógnita. ¿El encontronazo descrito se debe a una trifulca entre tribus no-contactadas o podría estar relacionado con esas avionetas?
Acorralados por los narcos
Un año antes de este incidente, los habitantes de Yomibato ya denunciaron los sobrevuelos casi diarios y la aparición de unos individuos que persiguieron con linternas a dos hombres que cazaban en el bosque. Al preguntar a los niños por este tema, su expresión alegre desaparece y hablan de los “narcos” como si se tratara de un cuento de terror.
“Ellos matan”, recalcan.
Fuentes cercanas a la lucha antidrogas explican que los narcotraficantes peruanos se han vuelto totalmente autónomos. Cultivan coca en sus propias chacras, espolvorean cal sobre las hojas trituradas y cocinan la mezcla con ácido sulfúrico, gasolina y acetona, entre otros químicos. Al secar esta sustancia obtienen la preciada “cocaína base”.
Un reciente estudio elaborado por instituciones europeas y peruanas indica que el volumen de producción de esta pasta blanquecina ha superado al de la cocaína en polvo, seguramente debido al aumento de su consumo en forma de crack y a la aparición de nuevos laboratorios especializados en el extranjero. No es casualidad que, el año pasado, la Policía Nacional y la Policía Judiciaria de Portugal desmantelaran en Pontevedra el mayor laboratorio clandestino de Europa dedicado al procesamiento de cocaína base, con capacidad para producir 200 kilos diarios. El mismo informe señala que Bolivia representa el principal destino, seguido por Países Bajos, EEUU y España.
El fiscal antidrogas destinado en esta región, Jorge Camargo, se encuentra ahora mismo en paradero desconocido. Después de una polémica investigación en la que lo acusaron de sobornar a una de sus fuentes, Camargo decidió pasar a la clandestinidad. “Me pedían nueve meses de prisión preventiva”, explica por teléfono. “Era una sentencia de muerte”. Camargo insiste en su inocencia y denuncia que pretendieran mandarlo a la misma prisión donde cumplían condena muchos de los hombres a los que él había encarcelado. “Esto ha ocurrido por meterme con los policías”, apostilla. “Me advirtieron de que iba a tener problemas, pero yo seguí adelante. En Perú luchar contra ciertas organizaciones es perder tu trabajo, tu familia y tu libertad”.
El fiscal indica que los traficantes que se mueven alrededor del Manu estarían relacionados con las familias del Vraem, un valle andino del que procede gran parte de la cocaína mundial. Los cabecillas compraron terrenos colindantes al parque nacional y extendieron rápidamente sus redes familiares y profesionales. Otra fuente local atestigua a cambio de su anonimato que los narcos se presentan ante la población de forma amigable. “Te dicen que tienen plata, que a ver si pueden usar tu casa… Y que te dan 10.000 dólares si les limpias una pista de aterrizaje. Más que una amenaza, es una oferta”. Una vez hechas las presentaciones, los narcos comen con ellos, celebran sus cumpleaños y establecen una relación familiar en la que la amenaza se vuelve implícita.
"Te dicen que tienen plata, que a ver si pueden usar tu casa… Y que te dan 10.000 dólares si les limpias una pista de aterrizaje"
En cualquier caso, ya sea por complicidad o por temor a las represalias, el narcotráfico se ha vuelto el gran tabú de la Amazonía peruana y muchos de los indígenas que deciden integrarse en la sociedad temen ser víctimas la delincuencia asociada a este negocio.
Julisa, una matsigenka de 19 años, rechazó la oportunidad de estudiar en un centro de alto rendimiento porque tenía miedo a salir fuera de la comunidad. “Pensaba que había gente que me iba a hacer daño. Me han dicho que hay personas extrañas que están relacionados con la coca”, confiesa la joven. Ahora ha dado a luz a su primera hija y sus posibilidades de volver a los estudios se han complicado drásticamente. “Me arrepiento de no haber ido. Ahora quiero esforzarme para que mi hija estudie cuando sea mayor”.
Las avionetas representan la principal vía de salida de la cocaína en Madre de Dios, pues tienen capacidad para cargar hasta 300 kilogramos. Y cuando no es por vía aérea, los traficantes sacan mercancía por ríos y carreteras, camuflando los paquetes en el interior de troncos ahuecados, camionetas acondicionadas y botes.
Otra fuente local asegura que de manera directa o indirecta gran mayoría de la población está involucrada en este negocio. “Las tiendas, los bares, los hospedajes… Si los servicios de inteligencia investigaran la zona, no quedaría nadie acá”. Y aunque no lo mencione, diferentes operaciones policiales demuestran que hay comunidades indígenas que también colaboran con ellos.
El fiscal Camargo trata de alertar sobre estos peligros desde la clandestinidad: “Los narcotraficantes aprovechan los lugares donde no hay presencia del Estado. Cuando comencé a trabajar en el Manu ya dije que estábamos frente al Vraem chiquito. Si no frenamos esto, vamos a tener consecuencias peores”. El último informe de la Devida (Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas) registra un incremento del 274% en los cultivos ilegales de Madre de Dios y deja constancia de cinco hectáreas de coca ubicadas en la frontera del Manu que, ante la complicidad pasiva de las autoridades, podrían extenderse a zonas protegidas.
La tragedia del cedro que se pudre
El nombre del parque nacional también ha sido mencionado de manera reiterada en los desayunos con inversionistas de Houston, la Global Energy Week de Londres o el Congreso Mundial del Petróleo de Calgary. Atraídos por las grandes reservas de gas subterráneo, los lobbies de hidrocarburos intentaron modificar varios artículos de la Ley de Áreas Naturales Protegidas para abrir nuevos espacios a la explotación de gas y petróleo.
Esta propuesta legislativa supondría la entrada de grandes empresas extractivas en el corazón del Manu.
Unos días antes de que lleguen los indígenas de cabeceras, Mateo participa de forma telemática en un coloquio sobre este tema. “Hemos escuchado las opiniones de cada uno”, expone con visible hartazgo. “Nosotros estamos preocupados por los hidrocarburos, que traen contaminación a nuestros ríos y quebradas. Pero nos tenemos que poner de acuerdo. Es importante que no solamente hablemos de conservación. Dentro de las áreas naturales existen comunidades indígenas, ¡hablemos también de eso!”.
Una investigación internacional determinó que las 1.700.000 de hectáreas del Manu albergaban la mayor diversidad de mamíferos terrestres en todo el mundo. Además, en una sola de esas hectáreas registraron alrededor de doscientas cincuenta especies de árboles, y en un solo árbol identificaron más especies de hormigas que en todo Reino Unido.
La figura del parque nacional ha protegido a las comunidades matsigenkas de narcotraficantes, mineros y buscadores de oro, pero los ha condenado a una vida con demasiadas obligaciones y contados derechos. “Cuando la gente habla de la Amazonía, tiene esa idea de preservar la flora, la fauna… y en lo último que piensan es en la gente que vive allí desde mucho antes que nosotros”, lamenta Fredy Vega, un psicólogo social de la Federación Nativa de Madre de Dios (Fenamad). “Los indígenas se tienen que enfrentar a las restricciones de una legislación que les es completamente ajena e incluso hostil”.
Uno de los líderes de Tayacome, Miguelito Anahuari, denuncia que las autoridades no les permiten aprovechar la madera de los troncos que arrastra la corriente. Al estar dentro de un parque nacional, el comercio de casi cualquier recurso está terminantemente prohibido. Cada mañana Anahuari mira con frustración los dos grandes cedros que se pudren frente a su casa y cuyo valor rondaría los 5.000 soles.
En su comunidad también hay una docena de cajas humedecidas con frascos de Amoxicilina, Paracetamol y otros medicamentos. Son las medicinas que deberían haber llegado cuatro meses antes a Yomibato.
Contactada por este periódico, la empresa proveedora desconoce por completo dónde se encuentran los medicamentos. “A nosotros nos dan 19.000 soles para una ruta en la que abastecemos a 82 postas de salud de toda la región de Madre de Dios. No tenemos presupuesto suficiente como para llegar hasta allí”, justifica por teléfono el encargado de operaciones. La solución que parece haber encontrado consiste en transportar la carga al último punto navegable, firmar una falsa “entrega en destino” y asumir que alguien se encargará de llevarla hasta Yomibato. La realidad es que ningún bote que se dirige allí tiene espacio suficiente como para llevar más bultos que los que ya carga.
La falta de recursos sanitarios y, sobre todo, de profesionales que puedan gestionarlos ha provocado la muerte de decenas de bebés en los últimos años. Precisamente, poco antes de nuestra llegada, seis niños fueron evacuados en un helicóptero hasta Puerto Maldonado con síntomas graves de neumonía, para la cual no tenían medicinas apropiadas. Al recibir el alta, las madres que habían acompañado a los niños expresaron la necesidad urgente de volver a casa, pues habían abandonado al resto de sus hijos, la mayoría no hablaba castellano y tenían miedo de contraer enfermedades. El Gobierno Regional aseguró no disponer de ningún helicóptero y les ofreció un bote como alternativa.
El director de Radio Madre de Dios, César González, recuerda la impotencia con la que retransmitió la noticia. “Las seis madres y sus seis bebés tuvieron que retornar en un bote sin toldo. Fue un viaje de una semana bajo la peor ola de calor que había tenido la región en años y con un índice de 12 en la escala UV de radiación ultravioleta. El Estado ha fallado a una población muy vulnerable”. El experimentado locutor apunta que a raíz de este caso, un comité multisectorial prometió realizar visitas preventivas y campañas sanitarias integrales. Una iniciativa sobre la que no ha vuelto a tener noticias.
"El Estado peruano solamente conoce los árboles y animales, nada más. Nosotros no existimos"
La falta de oportunidades laborales, las condiciones de precariedad y la apertura al mundo a través de internet está empujando a cada vez más nativos a abandonar las comunidades y renunciar a su propia identidad.
Katia Mallea, coordinadora de un programa de la Fenamad (federación que aglutina los nativos de Madre de Dios) para el desarrollo de jóvenes indígenas, observa que muchos matsigenka adoptan características estéticas de otras culturas, como los peinados de las grandes estrellas del fútbol europeo o los cantantes coreanos de K-Pop. “Es inevitable. No podemos encerrarlos en una burbuja solo porque a nosotros nos parezca bien conservarlos. Tienen derecho a conocer… y a ser críticos con sus propias prácticas”.
La psicóloga reprocha, eso sí, que el gobierno peruano no hace nada ni por conservarlos ni por ayudarlos a desarrollarse. Y en esa compleja transición muchas tradiciones ancestrales han comenzado a desaparecer. El abuelo de Mateo, Ismael Vicente Shamoko, es uno de los pocos matsigenkas que conoce las leyendas de su cosmovisión tal y como las transmitían los antiguos.
“Nuestros mitos son muy largos. Para contar uno solo necesitaría todo el día”, sonríe el anciano de 80 años, que sigue agachándose para recoger la yuca de sus cultivos. De acuerdo con la tradición, cuando un sabio narra uno de estos relatos míticos, aquel que lo escuche debe seguir con atención el hilo de la narración y preguntar “¿iimpogini?” cada cierto tiempo (que significa “¿y después?”). Si uno desea ausentarse o marcharse durante el relato, buscará a otra persona que ocupe su lugar. El anciano lamenta profundamente que ya ningún joven tiene tiempo ni ganas se sentarse y preguntarle “¿impogini?”.
La cascada perdida de cuatro metros
Con las primeras luces del alba, un grupo de hombres sigue los pasos rápidos de un indígena al que apodan Dante el Gigante. Este matsigenka de complexión musculada y altura inusual camina descalzo y nunca ha salido de la selva. Las escopetas están prohibidas dentro del parque nacional, por lo que los nativos han preservado las técnicas ancestrales de arco y la pesca.
Durante media hora, Dante y el resto del grupo persigue a un osheto con flechas bajo el brazo, pero el mono termina escapándose entre las copas de los árboles. El aumento de la población sedentaria espanta a las presas grandes, que viven cada vez más lejos de la comunidad.
Un tanto frustrados, los cazadores buscan una quebrada, machacan una raíz de barbasco y diluyen su “veneno” en el agua. Como si fuera un truco de magia, decenas de sardinas emergen atontadas a la superficie y los nativos las cogen fácilmente con la mano. “Siempre hay que llevar algo a casa”, comenta Dante en su idioma.
Dante participa feliz en las “faenas comunitarias” de los sábados, en las que todo Yomibato se reúne para realizar una tarea concreta. “Cuando vivía en cabeceras cada uno trabaja en su chacra (granja), con su familia. Aquí compartimos todo y nos ayudamos mutuamente”. En una de estas faenas, un grupo de hombres cruza al otro lado del río y abre un camino a machetazos.
A pesar de albergar la mayor cantidad de agua dulce superficial del planeta, el agua potable es un recurso escaso en la Amazonía
Bernabé Mambiro, otro joven nacido en cabeceras, comenta que el aumento de la población de Yomibato ha provocado una necesidad urgente de “agua limpia” y habla con esperanza de una cascada situada al final del sendero. En 2012 el proyecto Rainforest Flow instaló fuentes potables y redujo en un 90% las infecciones intestinales, frenando drásticamente las muertes de bebés por diarrea. John Hipólito, uno de los macheteros de la “faena”, todavía recuerda cuando tenía que caminar durante una hora para recoger “agüita limpia” con una olla.
A pesar de albergar la mayor cantidad de agua dulce superficial del planeta, el agua potable es un recurso sorprendentemente escaso en la Amazonía. “Nosotros utilizamos un prefiltro de piedras y dos filtros lentos de arena, donde una capa biológica crece y come hasta un 99.99% de las bacterias y virus”, explica por videollamada Nancy Santullo, fundadora de este proyecto solidario.
En cualquier caso, el manantial descubierto en 2012 solamente aporta ocho litros por minuto, una cantidad insuficiente para una población de 400 personas. “Llevamos buscando una nueva fuente todo este tiempo. ¿Cuántas comisiones habremos mandado a buscarla?”, recapitula ilusionada Santullo. Tras años de prospecciones, Dante y Bernabé encontraron recientemente una quebrada por la que corría agua incluso en días de sequía. “Los matsigenka van a tener una nueva fuente”, debió de decir Caleb Matos, el ingeniero de Rainforest Flow nada más verla. El camino que abren ahora los macheteros agilizará las obras necesarias para la instalación del sistema potabilizador, cuya financiación todavía está a la espera de algún mecenas.
Después de varias horas de duro trabajo y los aguijonazos de un par de avispas, los indígenas comparten un cigarro en la meta. Ante ellos cae una ruidosa cascada de cuatro metros de altura que desemboca en un arroyo cristalino y fresco. Este nuevo manantial aportará 60 litros de agua por minuto, suficiente como para mejorar la salud de toda la comunidad.
Zapatillas Nike “falsificadas” en la selva
La escasez de agua potable y la falta de higiene provocan brotes recurrentes de tiña entre los alumnos de Primaria y Secundaria, que juegan a la peonza y las canicas sin prestar demasiada importancia a los feos sarpullidos. Su escuela tiene una infraestructura deficiente, una humedad constante y mosquiteras que apenas frenan a los insectos, por no mencionar el hecho de que hay adultos analfabetos que comparten pupitre con niños de 9 a 11 años.
En su última visita en helicóptero, la ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, Nancy Tolentino, anunció la construcción de un nuevo centro de Secundaria. Otra propuesta que se añade a la interminable lista de “promesas sin cumplir”. Ese mismo día Tolentino entregó un lote de ayuda humanitaria que incluía decenas de zapatillas con el logo de “Nike”. Para los niños y niñas matsigenka, el fútbol es su pasatiempo favorito, al que dedican mañana y tarde: han creado una liga masculina y femenina, comentan sus propios partidos e incluso organizan torneos con otras comunidades. Desgraciadamente para ellos, el regalo de la ministra resultó ser un auténtico chasco. El calzado era de una calidad tan mala que las suelas se despegaron nada más estrenarlas. “Me duró un partido”, ríe con sorna un adolescente. Uno de los profesores locales asegura que las zapatillas provenían en realidad de un cargamento incautado de marcas falsificadas.
Enrique Herrera, un antropólogo de la FZS, critica el hecho de que los nativos hayan tenido la peor educación de un sistema que “ya de por sí es un desastre”. “Muchos niños han recibido clases en un idioma que no conocen de la mano de profesores andinos que ni siquiera son buenos hispanohablantes. ¡Es un manicomio educativo!”.
Por experiencia propia sabe que el bajo nivel académico impide una incorporación exitosa en los ciclos universitarios y la vida laboral. Desde hace unos años, Herrera y sus compañeros han unido fuerzas con los curas del Nopoki para garantizar estudios superiores a todos aquellos “que realmente quieren aprender”. El antropólogo cree ahora que las nuevas estrategias traerán una auténtica revolución. “Por primera vez en la historia del Manu, va a haber una generación nativa de profesores universitarios”, celebra. Amador Mambiro, una de esas promesas, acaba de terminar las prácticas en segundo grado de Primaria y dice haberse sentido útil. “El docente al que acompañé no hablaba matsigenka. Yo pude ayudarle a transmitir sus conocimientos”.
Mariela Reyna, una maestra de familia humilde y expediente brillante, también apuesta por un cambio en el paradigma. Esta misionera laica dominica es la coordinadora de un convenio firmado entre el Estado peruano y la Iglesia católica (Ressop) que garantiza la educación en zonas remotas de la Amazonía peruana.
Tal y como atestiguan diferentes voces de la comunidad, Mariela ha causado una impresión mucho mejor que los predecesores en su cargo. Su obcecación por visitar cada una de las escuelas una vez al año y evaluar in situ la convivencia entre maestros y estudiantes parece estar dando resultados. Cuando la actual coordinadora encuentra a alguien que “vale la pena”, le anima a formarse y le da una oportunidad, sin importar “de dónde venga”.
Uno de sus últimos fichajes, el profesor Bernabé Metaki, se ha visto obligado a comprar materiales didácticos alternativos con su propio dinero. “El Ministerio de Educación manda libros pensados para las ciudades, pero nuestra realidad acá es muy diferente. El aprendizaje es lento y uno tiene que tratar de buscar estrategias y hacer todo lo posible para enseñar a los estudiantes”. Metaki proviene de otra comunidad matsigenka donde el idioma y la cultura indígena se perdieron casi por completo.
Aunque no todos los docentes son ejemplares. Diferentes testimonios sugieren que un profesor de origen matsigenka podría haber abusado de menores y ejercido malos tratos hacia sus alumnos. El maestro en cuestión había adquirido una posición de influencia y liderazgo que lo volvía prácticamente intocable. Ninguna investigación prosperaba, pues las presuntas víctimas solo confesaban los hechos a parientes cercanos y callaban cada vez que una autoridad foránea preguntaba al respecto. Cuando Mateo fue nombrado encargado del centro educativo, el presunto abusador llevaba treinta años en la comunidad y ningún organismo había hecho nada al respeto. El líder animó a los habitantes de Yomibato a debatir sobre él y juntos tomaron la decisión unilateral de expulsarlo. Aunque el dictamen se cumplió sin reservas, el profesor no ha sido formalmente acusado de ningún crimen y seguirá impartiendo clases en otras comunidades hasta su jubilación. Por otro lado, el preocupante aumento de embarazos no deseados entre adolescentes ha llevado a maestros, sanitarios y otros profesionales a incluir lecciones de educación sexual en sus agendas. Esta situación, consentida en algunas comunidades, está privando de una vida académica y laboral igualitaria a muchas chicas, que acaban cuidado de bebés con ayuda exclusiva de sus madres y abuelas.
La última esperanza de los indígenas
“Mis papás y mis abuelos no tenían voz para exponer nuestros problemas. Yo tengo la suerte de poder expresarlos”, reflexiona Mateo, que ahora trata de juntar a diferentes pueblos indígenas bajo un mismo estandarte. “Hay otras culturas, como los Yine, Harakbut o Ese-Eja que ya lo han hecho, así que… ¿por qué nosotros no?”. Mateo ha sido elegido recientemente coordinador de la nación matsigenka, una figura política que todavía no está admitida por el gobierno. “Cuando hablo de nación no quiero decir que construyamos algo nuevo en el mapa, sino que reconozcan el territorio ancestral por donde hemos andado. El Estado peruano solamente conoce los árboles y animales, nada más. Nosotros no existimos”.
La casa de Mateo, una humilde cabaña protegida por hojas de crizneja, está rodeada por las chozas de sus familiares cercanos. No hay televisiones, ni colchones, ni duchas, ni lujos de ningún tipo.
“Mi mamá es la persona más importante de mi vida, es mi sostén”. Cuando Himelda fue nombrada presidenta del comité de padres, algunos se burlaron de ella y su hijo no dudó en defenderla. “Aquí hombre o mujer hace todo por igual, no deben reírse de ella”, proclamó él en una asamblea multitudinaria. Los tiempos están cambiando para Yomibato, que parece haber depositado sus esperanzas en el joven indígena. Quizá por eso Mateo recuerda con tanto dolor el momento en el que renunció a su propio hogar. Después de perder la fe en el sistema que debía protegerlo, se fue a vivir a Puerto Maldonado. Abandonó los estudios, conoció nuevos amigos y trabajó cargando sacos de castaña y sirviendo bebidas en un ecolodge. En poco tiempo había ahorrado suficiente como para vivir en un pisito y tener su propia moto.
El día que Mariela le propuso impartir clases en Yomibato, algo resonó en su interior. “No es fácil volver aquí cuando has tenido todo eso, pero me di cuenta de que había abandonado a mi propia familia”, relata con lágrimas en los ojos. “Acá me siento feliz, estoy en casa”.
Suele ser en tiempos convulsos cuando surgen los líderes, y el Parque Nacional del Manu se encuentra cercado en estos momentos por narcotraficantes, lobbies gasíferos y constructores de carreteras. El carisma natural de Mateo lo ha llevado a convertirse en maestro de secundaria, director de escuela, presidente de Yomibato, representante de las comunidades del Manu y coordinador de la nación matsigenka en menos de cuatro años. Ahora, después de haber sido ignorados durante décadas, Mateo espera que la voz unificada de 850 indígenas suene los suficientemente fuerte como para que los escuchen. “Quiero que haya muchos más líderes y lideresas, y que sean mejores que yo”.