Durante la segunda mitad de la década de 1920, Henry Ford, magnate estadounidense del automóvil y padre de un modelo industrial revolucionario, posó sus ojos en la Amazonía brasileña. Aupado por el fulgurante éxito de sus vehículos, que cada año conquistaban más y más consumidores en todo el continente americano, Ford proyectó crear una ciudad-fábrica a orillas del río Tapajós para producir caucho que suministra la materia prima para las juntas, las gomas y, sobre todo, los neumáticos de sus coches, que se vendían por millones en Brasil.
El proyecto fue alabado por la prensa estadounidense y brasileña de la época, que celebró que por fin uno de los capitalistas más exitosos de todos los tiempos apostase por una región considerada aislada e impropia al desarrollo. “Henry Ford ha trasplantado una buena porción de la civilización del siglo XX” a la Amazonía, escribió el diario Iron Mountain Daily News, según recoge el historiador Greg Grandin en su libro Fordlândia. “Una prosperidad para los nativos que nunca antes habían experimentado”, agregó el diario de Michigan.
Dos décadas después, sin embargo, Fordlândia, como se llamó el proyecto en el que Ford gastó decenas de millones de dólares, fue abandonada tras acumular fracasos. Entre los problemas, una producción de caucho que se vio mermada por las plagas, la gran rotación del personal, y la reticencia de la mano de obra local a adaptarse a las rigideces de la eficiencia profesada por el fordismo. Una de las dificultades fue también el aislamiento: el Tapajós, con sus impredecibles fondos, generaba problemas de navegación a la hora de mover granes volúmenes de suministros hacia o desde la región.
Fordlândia yace hoy como un pequeño enclave donde, con la naturaleza y el paso del tiempo engullendo buena parte del legado de una urbe que llegó a tener 5.000 habitantes, parece que el reloj local se haya detenido. La fábrica todavía conserva componentes con las siglas Made in USA, e incluso se puede ver algún vehículo Ford de la época. Pero el campo de golf, el hotel, la piscina e incluso el hospital que se construyó son hoy poco más que escombros.
Pero quien pensara que el sonado fracaso de Ford —quien nunca llegó a visitar su ciudad amazónica— devolvería para siempre a la región al más absoluto aislamiento, se equivocaba. Porque la soja —para muchos, el nuevo oro que puede sustentar prosperidad en la Amazonía brasileña; para otros, la maldición que puede acabar con el frágil equilibrio natural de la gran selva— ha logrado lo que Ford no logró: convertir el Tapajós en un corredor mundial de materia prima. Ahora, China, que era un país pobre y aislado en la época de Ford, es quien puede apuntalar la ruta definitivamente.
No hay mejor forma de comprobarlo que navegando en una pequeña embarcación por el Tapajós a la altura de la localidad de Miritituba, situada a 120 kilómetros al sur de Fordlândia o a una hora y media de barco. Miritituba, que entronca con la BR-163, carretera que enlaza la cuenca amazónica con los campos y dehesas de Mato Grosso, era un área de pescadores hasta que en el primer lustro del siglo XXI se comenzaron a construir puertos y estaciones de carga de soja, que es transportada hasta aquí en camión.
De repente, Miritituba y su par a la otra orilla del río, Itaituba, se vieron en el corazón de un nuevo corredor de soja y agrocommodities que hoy, con la demanda imparable de China, adquiere mayor relevancia. Ese desarrollo es perceptible por los imponentes silos y brazos móviles en forma de gigantes tubos que transfieren el grano transportado por camiones a los barcos atracados en el río. Las infraestructuras sobresalen por la alta vegetación amazónica, superando a árboles de más de 40 metros, en un ejemplo contundente de que, ahora sí, los humanos están ganándole la batalla al río. Pero no sin consecuencias.
“La vida del pescador aquí es muy sufrida”, se lamenta María Clara Sousa Machado, una pescadora de 57 años que hace cuatro décadas que faena en la región. “Ahora, con los puertos de la soja, nuestra vida es aún más sufrida”, explica, sentada sobre su endeble canoa de madera.
Ella y otros pescadores se quejan de que, a causa del peligro que causa en el río el trasiego de las enormes barcazas, se ven obligados a recorrer mayores distancias para ir a pescar y ganarse el pan. Ello supone gastar más dinero en combustible, lo que no es una cuestión baladí, porque Machado explica que, por tres días de trabajo de seis de la mañana a cinco de la tarde, ganan apenas unos 30 euros por la venta del pescado.
Ahora, con los puertos de la soja, nuestra vida es aún más sufrida
María Clara Sousa Machado, pescadora de 57 años
El proyecto del Ferrogrão puede complicar todavía más las cosas para los pescadores de la región. El “tren de los granos”, como se llama en portugués a la línea férrea de 933 kilómetros que el Gobierno de Jair Bolsonaro planea comenzar a construir antes de final de año, podría expandir la cantidad de leguminosa que se exporta a través de la región, incrementando consecuentemente el número de barcos que lo transitan y su impacto en las comunidades de pescadores a lo largo del río Tapajós.
Pero los grandes productores y negociadores (traders) de granos lo ven de otra forma. El Ferrogrão serviría para apuntalar lo que en Brasil se conoce como el Arco Norte, una serie de puertos fluviales y atlánticos construidos en la región amazónica con el objetivo de abrir nuevas rutas de exportación a las agrocommodities brasileñas, sobre todo las producidas en el corazón del país, en la llamada región del centro-oeste. Se trata de un tema crucial, pues los puertos de los estados del sudeste, los tradicionales de Sao Paulo y Paraná, además de muy lejanos están saturados.
“La Ferrograo es un proyecto clave para el agronegocio, pero tendría un efecto devastador en los modos de vida de los mundurukú, que por supuesto resisten”, explica Diana Aguiar, que ha estudiado el impacto de la soja, la demanda de China y los potenciales daños en la región. Aguiar se refiere a la interferencia en el río en el que pesca esta etnia indígena, pero también a la presión por sus tierras, incluso las que no han sido todavía demarcadas y, por lo tanto, no están protegidas por la Constitución brasileña. Los expertos coinciden en que nuevas infraestructuras en la Amazonía suponen una amenazan para la preservación por la presión de la frontera agrícola y la migración.
Entre 2014 y 2018, la producción de grano exportada por el Arco Norte aumentó un 146%, según datos facilitados por el Ministerio de Infraestructuras de Brasil. Unos datos que han puesto en guardia a ecologistas y activistas, quienes denuncian una corrida por las tierras a orillas del río para nuevos puertos. Sin embargo, el tirón de la demanda de China, que se enmarca en la gran ecuación global que supone alimentar a un planeta de población creciente y recursos finitos, parece estar ganándole el pulso al indomable Tapajós. Está por ver si también lo hará a la Amazonia tal y como la conocemos hoy.