An English summary of this report is below. The original report, published in Spanish in Revista Late, follows.
Climate change is leading to a boom in cruise ships arriving in a small community in the Canadian Arctic, where locals are torn between preserving their way of life or turning to tourism.
Tourists are a fairly new subject here. Until two centuries ago, only adventurers who survived the journey came here. In the last century, the Arctic has been the land of Indigenous people and scientists. Thanks to the latter, we know that there is three times less ice than at this same time 120 years ago. That the Arctic is warming four times faster than the rest of the planet. That by 2050 in summer the ice will melt completely.
Global warming is making this route more and more navigable, and cruise ships are taking advantage: This year 35 are projected to pass through here. Some 5 thousand people paid between 10 thousand and 30 thousand dollars for this tour, which includes a stop in Pond Inlet. The visit to the town is not guaranteed: Sometimes due to wind and rain it is not possible.
The landing of tourists in boats resembles that of explorers of a century and a half ago; but the objective is the opposite of that of those pioneers. Tourists have not come to discover, to be the first, but to be the last. They come to know what others will no longer be able to see. They come to be able to say: "I came to see what that place is like before it changes forever".
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Turistas Versus Narvales
El cambio climático está llevando a un auge en los cruceros que llegan a una pequeña comunidad en el Ártico canadiense, donde los lugareños se debaten entre conservar su modo de vida o dedicarse al turismo.
Este reportaje ha sido producido desde RUIDO y fue posible gracias al apoyo del Pulitzer Center. Esta investigación, en otras versiones, también la hemos publicado en The Guardian y France 24.
Hasta hace un par de décadas esta arteria canadiense del círculo polar ártico solía estar llena de témpanos de hielo en verano. Ya no.
El MV Ocean Endeavour baja la velocidad a medida que entra a una ensenada del pasaje del Noroeste que conecta el Atlántico y el Pacífico. El crucero se detiene delante del único iceberg a la vista y echa anclas. Es la mañana pero no se nota porque hace meses no anochece.
Los pasajeros de Adventure Canada a bordo de este ex ferry de 200 metros de largo y 100 de alto, cuatro pisos, una piscina, dos restaurantes, 200 habitaciones, un gimnasio, infusiones libres todo el día, menú de tres pasos en cena y almuerzo, llevan un par de jornadas a puro paisaje. Ya han visto glaciares, osos polares, el sol de medianoche y aves silvestres desde las reposeras del bar y desde los mullidos sillones de sus camarotes, tomando las dos copas de vino permitidas. Pero nada como lo que ahora ven a 300 metros de distancia en la costa: un pueblo.
En una colina, a lo Hollywood, pero escrito con piedras, se lee “Pond Inlet”. Es el nombre que le puso un inglés. En inuktitut el pueblo se llama Mittimatalik. Es una comunidad inuit en la que sus 1600 habitantes llaman al resto del mundo “los del sur”.
Mientras los 200 pasajeros, casi todos peinando canas, entre 55 y 75 años, terminan de desayunar en el buffet, los policías de frontera van en bote hasta el barco para controlar los pasaportes. Son dos muchachos y una muchacha: altos, corpulentos, amables.
Se alojan en uno de los dos pequeños hoteles del pueblo. No hay mucho trabajo que hacer, dicen; a lo sumo, recibir algún yate o velero privado que encuentra aquí la primera oficina migratoria canadiense. Así que los agentes, enviados desde Ottawa para hacer este trabajo, se la pasan jugando al póker en el buffet del hotel mientras esperan por los cruceros.
Fuera de la nave hacen unos secos 0 grados Celsius y hay un viento que tumba. El mar está relativamente calmo, no llueve. Dentro de la nave hacen 20 grados más y hay mucha ansiedad.
El jefe de operaciones lo autoriza: se puede desembarcar. Los turistas se ponen abrigos azules fosforescentes, botas de goma y un chaleco salvavidas naranja. Hacen fila para subirse en cuatro tandas a unas lanchas que los llevan a la orilla. A medida que se arriman a la costa ven la primera línea de casas prefabricadas estilo inglés. Se adivinan trineos estacionados en la puerta de cada vivienda. Treinta y siete perros —-los que empujan esos trineos— amarrados en la playa, a la espera del invierno, les ladran.
Desembarcan en el mismo muelle que usa la población local para ir a cazar. Hay dos cadáveres de foca arriba de uno de los botes: un macho de unos 30 kilos y una hembra bebé de menos de 10. A lo lejos, en una de las casas hay una piel de oso polar estirada, secándose. Hay evidencia arqueológica de subsistencia a través de la caza y la pesca en esta área durante 4 mil años. La gente de Pond Inlet come y se abriga gracias a los mamíferos que atrapan, las truchas que pescan, los caribú que cazan. De todo eso hay cada vez menos desde que empezaron a venir los cruceros.
Michael Milton, 28 años, sale de su casa a fumar un cigarrillo y ve pasar a los turistas. Acaba de venir esta semana de un viaje como guía en el crucero de National Geographic. “El clima es más impredecible que nunca”, dice, exhalando una nube de humo. “En invierno el hielo es demasiado delgado, hasta los cazadores experimentados están teniendo accidentes tontos”.
Michael trabaja para Ikaarvik, una organización en la que jóvenes locales, como él, colaboran con investigadores del sur. Este verano ha colaborado con estudiosos de Quebec y el Reino Unido, junto con otros jóvenes locales, para investigar la presencia de microplásticos y especies invasoras relacionadas que arrastran los barcos desde otros mares.
Michael dice que hay una división en su comunidad en torno al turismo: entre aquellos que advierten sobre el impacto que tiene en el medio ambiente y aquellos que dependen de los ingresos de los turistas para sobrevivir, ya que la caza se vuelve cada vez más difícil.
—¿Qué pide cada lado de esa grieta?
—Algunos abogan por detener esto temporalmente, para ver qué sucede con el medio ambiente; pero otros, que dependen de estos ingresos en el verano, no están de acuerdo.
—¿Y tú de qué lado estás?
—Es realmente difícil para mí elegir un lado; tengo emociones encontradas. Disfruto interactuando con los turistas, pero también quiero preservar nuestra forma de vida.
—O sea, que en general los turistas son buena onda…
—Bueno, más o menos. Hay una perturbación en nuestra rutina diaria; algunos turistas toman fotos de niños o de dentro de las casas sin pedir permiso. Los cazadores no aprecian que les tomen fotos en el camino hacia o desde un viaje de caza. Después, algunos turistas publican estas fotos en las redes sociales fuera de contexto, retratándonos como salvajes.
La viralización de fotos de focas muertas, promovida por activistas de organizaciones como Greenpeace derivó en la prohibición de la importación de productos de foca en la Unión Europea y eso ha tenido graves repercusiones en las comunidades inuit. Era prácticamente el único producto que exportaban.
Los turistas son un sujeto bastante nuevo aquí. Hasta hace dos siglos solo llegaban los aventureros que sobrevivían al viaje. En el último siglo el Ártico ha sido tierra de indígenas y científicos. Gracias a estos últimos sabemos que hay tres veces menos hielo que en esta misma época hace 120 años. Que el Ártico se está calentando cuatro veces más rápido que el resto del planeta. Que para 2050 en verano el hielo se derretirá completamente.
El calentamiento global hace que esta ruta sea cada vez más navegable y los cruceros aprovechan: este año 35 proyectaron pasar por aquí, unas 5 mil personas pagaron entre 10 mil y 30 mil dólares por este paseo, que incluye una parada en Pond Inlet. La visita al pueblo no está garantizada: a veces por el viento y la lluvia no se puede concretar.
El desembarco de los turistas en botes se parece al de exploradores de hace un siglo y medio; pero el objetivo es el opuesto al de aquellos pioneros. Los turistas no han venido para descubrir, para ser los primeros; sino los últimos. Vienen a conocer lo que otros ya no podrán ver. Vienen a poder decir: “Yo llegué a ver cómo es aquel lugar antes de que cambie para siempre”.
Casi todos los contingentes de turistas de cruceros que llegan, entre fines de julio y principios de octubre, de las agencias de viaje de Canadá, Noruega, Estados Unidos, Francia, Alemania y Australia, siguen la misma secuencia que el de Adventure Canada: comienza cuando una docena de guías locales van a la costa a encontrarse con los cruceristas
Lxs guías son sobre todo mujeres; la mayoría, madres solteras; con una sudadera azul y un chaleco negro con un “Pond Inlet” bordado en blanco en el pecho. Algunas cargan sus bebés en las espaldas.
Como casi todos lxs habitantes de Pond Inlet tienen estatura moderada, los ojos almendrados, el cabello liso y oscuro. Los pómulos altos, la nariz ancha, la piel morena. Son cuerpos que tienen que calentar y humedecer -resistir- el aire seco y frío, son pieles curtidas por el viento.
Si la escuela no lo está usando, suben a los turistas a un bus escolar para ir hacia el centro de visitantes, donde un pequeño museo repasa la historia del pueblo inuit. A veces suben hasta una glorieta desde donde hay una vista panorámica o hacen una caminata hasta un río en el que los locales van a pescar truchas.
Luego peregrinan por las calles de tierra desde el centro de visitantes, unos 300 metros en subida, hacia el Community Hall, mientras una guía local les cuenta cosas, como que aquí se hace de noche en noviembre y no amanece hasta febrero, que amanece en abril y el sol no se pone hasta septiembre, o que “un pack de alitas de pollo en el supermercado cuesta 20 dólares”. Algunos turistas toman fotos de todo lo que encuentran. Eso hace que muchos locales se encierren en sus casas cuando ven llegar un crucero.
En el Community Hall, un polideportivo municipal que tiene una cancha de fútbol que en invierno es de hockey sobre hielo, a los turistas les espera una decena de artesanos locales vendiendo guantes de piel de foca a 250 dólares, esculturas de cuernos de caribú a 1000 dólares o postales de narvales a 20.
En la puerta del Community Hall está Cui, de 60 años, alto, desgarbado, bronceado, escultor. Hace cuarenta años que viaja por Canadá vendiendo artesanías hechas con huesos de beluga, de narval o de caribú. Ahora volvió a su pueblo natal para quedarse. En verano ya no tiene necesidad de ir a vender al sur porque, dice, el sur está viniendo. Tiene en exposición unas diez piezas entre 60 y 3500 dólares. Cuando llegan los cruceros prende la amoladora y busca que los turistas lo vean trabajar. Dice que tres veces le ha sucedido que le digan: “Me llevo todo lo que tienes”.
El recorrido turístico termina en el Community Hall con una demostración de tradiciones ancestrales. Es una actuación que incluye juegos inuit como el salto de dos pies de altura, el canto de garganta y danzas tradicionales. “Ahora saben que estuvimos aquí”, gritan los artistas para cerrar el show.
El trabajo de Robert, 18 años, es hacerle caras a los espectadores. El juego es que quien no se ríe, pierde. Casi todos, un poco divertidos, un poco incómodos, ganan. Robert necesita este trabajo porque está por ser papá, a una edad en la que la mayoría de los jóvenes son papás en Pond Inlet.
Al lado del muelle, en lo alto de una colina que termina en un acantilado, hay unos cincuenta crucifijos clavados en la tierra. Todos tienen nombres y flores de plástico porque de las otras aquí no se consiguen. Lily nació en el 90 y murió en 2016. Larry nació en 1985 y murió en 2020. Velma nació en 1988 y murió en 2016. Nadia nació en 2016 y murió en 2017. Kipponee nació y murió en 2017.
Aquí la edad media es de 26 años y la tasa de pobreza es la más alta de Canadá.
En 2012 un grupo de adolescentes le escribieron una carta al representante de entonces en la legislatura del estado de Nunavut, Joe Enook, y la hicieron pública. Ahí se dejan ver una serie de preocupaciones que todavía subsisten:
Querido Joe Enook,
Somos estudiantes de grado 11 de la escuela secundaria Nasivvik en Pond Inlet y queremos expresar nuestras preocupaciones sobre el suicidio y cómo ha afectado nuestras vidas. Creemos que es crucial abordar este problema para prevenir futuras tragedias en nuestra comunidad.
Uno de los problemas principales que enfrentamos es la falta de recursos y apoyo para aquellos que luchan contra problemas de salud mental. Muchos jóvenes no saben a quién acudir en busca de ayuda y esto contribuye a la sensación de aislamiento y desesperanza.
Nuestro amigo James Akpaleeapik perdió a su tío y a algunos amigos debido al suicidio. Esto nos afecta profundamente, ya que estamos perdiendo a personas importantes en nuestras vidas y futuros líderes de nuestra comunidad. Creemos que es fundamental establecer un centro juvenil donde podamos recibir asesoramiento y apoyo.
Creemos que el suicidio en Nunavut está causado por una serie de factores, incluyendo problemas de salud, drogas y alcohol, acoso escolar, pobreza y desesperanza. Para detener a las personas de cometer suicidio, necesitamos abordar estos problemas. Si no hablamos sobre ellos, no desaparecerán. También estamos lidiando con el trauma intergeneracional y la falta de empleo en nuestra comunidad, lo que aumenta la sensación de desesperanza entre los jóvenes.
Finalmente, queremos destacar que el suicidio no solo afecta a los jóvenes, sino también a los adultos que enfrentan problemas familiares y emocionales. Es crucial brindarles el apoyo necesario para superar estos desafíos.
Agradecemos su atención a este importante asunto y esperamos trabajar juntos para implementar soluciones efectivas.
Atentamente,
Los estudiantes de Nasivvik High School en Pond Inlet.
Karen Nutarak, la actual representante en la legislatura, no solo se dedica a la política.
—Exacto, soy miembro de la Asamblea Legislativa, pero también hago muchas otras cosas en la comunidad. Coordino actuaciones culturales para los cruceros y también planifico visitas o eventos cuando me contactan los turistas en la comunidad. Soy cofundadora de la guardería, que está basada en el método Montessori.
Según Nutarak, en 2023 alrededor de cien pobladores estuvieron involucrados en actividades relacionadas con el turismo, especialmente madres solteras y jóvenes. Nutarak dice que la compañía de teatro turístico recaudó unos 58 mil dólares canadienses (unos 40 mil euros) en ganancias, que se distribuyeron entre los actores que participaron en la actuación. Es el equivalente al precio a tres tickets de cruceros por el Ártico, una milésima parte de los tickets emitidos.
—¿Recuerdas la primera vez que viste llegar un crucero?
—Recuerdo en 1993, yo tenía 16 o 17 años, cuando comenzaron a llegar los cruceros. A veces tendríamos uno o dos en la temporada, y cuando venían los turistas, caminaban por el pueblo y ya. Todo lo que hacían era caminar por ahí, tomar fotos e irse porque no había programas de actividades para recibirlos.
—¿Qué buscas enseñarles a los turistas?
—Muchas veces la cultura inuit se malinterpreta, algunas personas piensan que todavía vivimos en iglús y que no tenemos electricidad. Las agencias de viajes no siempre preparan a los turistas para la visita de la manera que ellos esperan. Es molesto, necesitamos más personas inuit como guías y líderes de expedición.
—¿Hablan del cambio climático?
—El cambio climático está afectando nuestra región, y la presencia de cruceros y barcos ha cambiado la vida marina local. Especies como las ballenas han dejado de pasar por la comunidad y los cazadores informan de una disminución en la población de focas.
—¿Hay algún impacto positivo del turismo?
—La presencia de cruceros tiene un impacto económico mixto. Algunos pasajeros compran artesanías locales, pero otros no muestran interés. Algunos cruceros no respetan nuestra cultura y no contratan suficientes guías inuit, lo que lleva a malentendidos y falta de respeto hacia nuestra comunidad, además de no generar trabajo. Pero lo bueno es que pagan por nuestra actuación y pagan por anclar aquí y eso trae beneficios. Ustedes han trabajado el tema en otros sitios me decías, ¿no?
— Así, es en diferentes puertos del Mediterráneo
— ¿Y allí también están espantando a los mamíferos del mar?
“Estoy muy orgulloso de ser el primero en llevar a la primera guía inuit a bordo con igual salario”, dice John Houston, un cineasta fluido en inuktitut, que ha guiado uno de los tours más queridos dentro de la comunidad para Adventure Canada desde 1992.
—Hay bastante gente en contra de los cruceros, sobre todo los cazadores.
—Nos esforzamos por reducir la contaminación marina y el desperdicio a bordo. En un mundo perfecto, dices “ok, vamos a volver a los viejos tiempos donde no había barcos”, pero no habría suministros para las tiendas tampoco.
—Pero lo que dicen es que el tráfico marino está afectando a las ballenas y narvales que la gente local necesita para sobrevivir.
—Es un dilema. Queremos avanzar en el mundo moderno, pero también preservar la naturaleza. Creo que la solución radica en el diálogo entre los cazadores, los desarrolladores económicos y las autoridades de Nunavut para encontrar un equilibrio entre el desarrollo y la preservación.
—Cuando llegas tú es diferente a cuando llegan otros guías; la gente te va a saludar, te da truchas árticas para que lleves a bordo. ¿Por qué?
—He construido una relación en la comunidad, pero también Adventure Canada ha construido una relación similar. Cedar Swan, la CEO de la compañía, y su esposo Jason Edmonds, un Inuk, estamos entrenando a la gente desde hace treinta años. Y hemos hecho mucho por los jóvenes. No hay muchas posiciones disponibles en la comunidad, más allá de la oficina de correos y las oficinas gubernamentales: surgen nuevas oportunidades laborales con el turismo. Los jóvenes están desesperados por encontrar una forma de avanzar.
El transporte marítimo en el Ártico ha crecido un 7% por año en la última década. Y eso está afectando el agua, el aire y la fauna: por ejemplo, la contaminación lumínica y acústica submarina que producen los barcos afectan las rutas de migración de los mamíferos, especialmente los narvales, el unicornio del mar.
“Los mamíferos marinos son relativamente ingenuos acústicamente y una pequeña cantidad de ruido viaja en el Ártico a distancias mucho mayores que en aguas templadas”, me dijo Andrew Dumbrille, asesor de la ONG Clean Arctic Alliance.
Dumbrille también me contó que está preocupado por las aguas residuales y las aguas grises de los cruceros. “Los sistemas de tratamiento a menudo no se monitorean adecuadamente y descargan esta cloaca en el Ártico que junto a la Antártida, es lo más prístino que queda”. En simultáneo las emisiones de dióxido de carbono y azufre están creciendo: “el impacto se multiplica por cinco cuando se emite en el Ártico en comparación con fuera del Ártico”.
Además del efecto que ya tienen los cruceros, hay preocupación por las posibles consecuencias en caso de un accidente. “El impacto de un derrame de petróleo, por ejemplo, en un entorno relativamente poco biodiverso como el Ártico, sería devastador”, asegura Dumbrille. “El Ártico canadiense no tiene equipos de respuesta a derrames ni personal capacitado cerca”.
Jackie Dawson, una profesora de la Universidad de Ottawa, los llama “turistas de última oportunidad”. “Hemos cuadruplicado el número de cruceros de hace quince años. Hay esta idea: el paisaje está cambiando y los osos polares se están desplazando. Eso atrajo a muchos turistas a la región. Así que la gente quiere venir aquí porque piensan que es la última oportunidad que tienen de ver todo esto, pero está la paradoja donde tienes este auge… cuantas más personas van, más gases de efecto invernadero se emiten”. Los visitantes participan de una suerte de profecía autocumplida del colapso de este ecosistema.
No es solo el caso de los cruceros, sino además de los barcos de turismo privados más pequeños. “Es el sector marítimo de más rápido crecimiento en la región. Han aumentado en más del 400% en los últimos cinco años”, revela Dawson.
La profesora cree que es más peligroso navegar por el Ártico canadiense que antes, porque el hielo está rompiéndose en pedazos más pequeños, es cada vez más difícil para los barcos esquivarlos. Por eso también está preocupada por un escenario de hundimiento potencial. “Los primeros en responder serían miembros de la comunidad inuit; es probable que se pongan en peligro a sí mismos si pasa algo”.
En invierno la caza tiene algo de danza. En las vastas extensiones de hielo del Ártico, donde el viento nace y el frío muerde, los cazadores se deslizan en silencio sobre el hielo, se comunican haciendo señas con los ojos, que escudriñan el horizonte blanco en busca de señales de vida. Cuando ven un agujero en el mar congelado, por el que puede salir a respirar una foca, se detienen y esperan en cuclillas o de pie, apuntando hacia abajo, a veces durante horas. Cuando el momento llega, se escucha el chapoteo. Entonces, con un movimiento rápido y preciso, la lanza o la bala del cazador neutraliza la foca.
La caza del narval es aún más desafiante. Los cazadores se lanzan a las aguas frías en pequeñas embarcaciones, siguiendo el rastro de estos cetáceos majestuosos a través de las olas congeladas. Cuando el narval emerge, lanzan sus lanzas o le apuntan con sus rifles, buscando matar al animal sin dañarlo demasiado, ni dañarse ellos en el proceso.
La piel de narval es de un blanco resplandeciente, salpicada de manchas oscuras que contrastan con la pureza de su pelaje que puede ser gris o marrón. Pero lo que realmente lo distingue son sus largos colmillos espirales, que se elevan hacia el cielo como afiladas lanzas de marfil. Estos colmillos, que pueden alcanzar hasta 3 metros de longitud, son en realidad dientes modificados que sobresalen de la mandíbula superior del narval. Curvados y retorcidos como los cuernos de un unicornio. El narval es elegante: su cola es ancha y poderosa impulsa su cuerpo a través del agua con una fuerza enorme y sutil al mismo tiempo. Del narval se come su grasa, cruda. Algunos la sumergen en salsa de soja. La carne, negra como el petróleo, es mejor no comerla, dicen, porque tiene mucho mercurio.
Cuando la gente de Pond Inlet sale a cazar, la presa es para todos. La caza no es una actividad privada; más bien es un esfuerzo comunal profundamente arraigado en la tradición. Los cazadores inuit utilizan cada parte del animal para su sustento, incluyendo comida y ropa. La caza de cada familia es sin fines comerciales, sino que se consume, se almacena para el invierno o se comparte dentro de la comunidad.
En verano hay más focas que en invierno, cuentan, aunque quizás no sea eso, sino que sencillamente es más fácil cazarlas arriba de un bote a 0 grados que en cuclillas a menos 50 grados. “Aunque sigue habiendo muchas focas en los meses más cálidos, hay menos que antes y están en lugares más impredecibles”, dice Pete, 24 años, que junto a su primo Roland, de la misma edad, se sube a una lancha violeta casi todos los días. Llevan un termo con café, varios sobres de carne disecada para amenizar la espera y un rifle cada uno.
Cada vez que creen haber avistado una foca, sus movimientos se vuelven más cuidadosos y deliberados. Hacen silencio y se mueven con sigilo, conscientes de que cualquier ruido raro puede alertar a su presa y hacerla huir. Sin embargo, si la foca no se acerca mucho, hacen un sonido particular: rascan el borde de madera de la lancha con las uñas o con una botella de aluminio. “Dicen que ese ruido las atrae”, susurra Pete.
Finalmente una foca queda al tiro y el mundo parece detenerse. Pete y Roland intercambian miradas. Pete sube a la parte de arriba de la lancha, Roland toma el timón. La foca aparece de frente y tarda en volver a sumergirse. Pete le apunta con su rifle. Hay dos segundos y medio en los que cazador y presa se miran a los ojos. La ternura de la mirada de la foca contra la frialdad del cazador. No hay clemencia con el animal. Con un movimiento calculado y preciso, el disparo resuena en el aire. Rebota en el aire. No le dieron. La foca se escapó. Acaban de errar un gol debajo del arco.
Cazar, según Roland, es muy simple y a la vez complicado. “Hacen falta solo dos cualidades, las obvias: puntería y paciencia”.
La foca aparece por detrás del bote. En realidad no se sabe si es la misma pero Roland y Pete dicen que es probable. Esta vez va Roland. Pete toma el timón, mientras su compañero se abalanza hacia la popa. Y acierta. La foca herida se sumerge brevemente y a los pocos momentos yace flotando en paralelo a la lancha. La toman por la cola, la suben y queda colgando de la popa la mitad del cuerpo. La foca agoniza durante 10 minutos, un hilito de sangre marca el trazo del bote: cae sobre el mar hasta que llegan a la orilla. “Es un macho —dicen—, las focas macho saben mal si son adultas; la llevaremos para los perros”.
Jonathan Pitseolak, 24 años, es el nuevo archivista del pueblo y parte del consejo directivo de Hunters and Trappers, la organización que nuclea a los cazadores. Pitseolak va a las reuniones del consejo de ancianos y recibe a los turistas en el Centro de Visitantes. Es uno de los Guardianes de la tierra de Nuuluujaat: el grupo que en febrero de 2021 se subió a motos de nieve desde cinco pueblos distintos en pleno invierno para ir a detener las operaciones de la minera Baffinland por un rato.
Jonathan estudió y conoce todo lo que pasa y también lo que le pasó a su pueblo. En inuktitut lo resumen en cuatro palabras largas, “Sivulirijat aksururnaqtukkuurnikugijangat aktuiniqaqsimaninga kinguvaanginnut”: “el trauma experimentado por las generaciones pasadas tiene un efecto en sus descendientes”.
Es imposible que los inuit no sospechen cuando llega un barco. Desde el momento en que las velas europeas se divisaron en el horizonte ártico, la vida de los Inuit cambió para siempre. El primero fue en 1576, cuando el explorador inglés Martin Frobisher, quien en una expedición financiada por mercaderes de Londres, navegó hacia el norte del estrecho de Davis en busca del Paso del Noroeste. Frobisher, en su búsqueda de una ruta marítima hacia Asia, exploró la bahía que hoy lleva su nombre en la costa este de la isla de Baffin, donde está Iqaluit, la capital de Nunavut, la provincia más al norte de América, el único continente que atraviesa la Tierra de polo a polo.
Pond Inlet y todos los pueblos de Nunavut son inventos coloniales: los inuit nunca quisieron vivir dispersos. Fueron sitios creados para agruparlos y reeducarlos.
Los obligaron a sedentarizarse. Les prohibieron la propia lengua. Los evangelizaron. Les mataron a los perros para que no se escaparan en los trineos, hasta casi extinguir la raza canina qimmiq. Los llamaron despectivamente “esquimales”: “los que se comen la carne cruda”. En los últimos veinte años hubo “comisiones de la verdad” y el primer ministro Trudeau pidió disculpas en nombre del Estado por lo que llamó un “genocidio cultural”. Fue después de que el 12 de julio de 2021 se hallaran en la Columbia Británica más de 160 tumbas “indocumentadas y sin marcar”. Eran cadáveres de niños inuit que iban a una de las 150 escuelas en las que se matricularon a la fuerza a unos 150 mil menores indígenas desde 1876 en todo el país. Escuelas en las que desapareció la quinta parte de los niños que asistieron. La última de esas instituciones cerró en 1996.
La prohibición del alcohol que rige estos días en Pond Inlet es en parte la punta de un iceberg que no se derrite: el de la memoria del daño que les hicieron a las comunidades locales todos los que desembarcaron aquí.
Vivir en el Ártico es sobrevivir. “Sobrevivir es resistir y el pueblo inuit es el que más sabe resistir en el mundo”, dice Jonathan.
—Por lo que vimos eres uno de los jóvenes que más buscan interactuar con los ancianos, como era tradicionalmente.
—Sí, pero aquí no aprendes conversando, aquí aprendes viendo. Los mayores inuit no les explican a sus herederos cómo se hacen las cosas; las hacen y tú ves y luego imitas. Ese es el problema hoy, no les estamos viendo cazar mucho.
—Un boleto de avión desde Ottawa cuesta 4000 dólares, aquí el turismo es turismo de cruceros. ¿Cómo te posicionas tú frente a eso? Eres cazador, guía, conoces la historia.
—Es complejo. El turismo trae trabajo y está bien porque necesitas un trabajo para comprar combustible para ir a cazar; pero es como una trampa porque si trabajas, no tienes tiempo para ir de caza. Y porque el turismo pone difícil la caza.
Joshua, el vicealcalde, dice que los barcos de la minera Baffinland, que está a 100 kilómetros, molestan más que los cruceros, porque además de modificar el territorio espantando peces de río y caribúes tierra adentro, están alterando el mar espantando ballenas y focas.
Aquí todos son cazadores, por eso la organización Hunters and Trappers es tan representativa como la municipalidad. “Antes los narvales y las focas estaban enfrente del pueblo; cada vez tenemos que ir más lejos y más profundo a cazar y ya casi no hay narvales”, dice David Qamaniq, el líder de los cazadores.
—¿Hay alternativas? Porque los barcos parece que no dejarán de llegar.
—No, así es como hemos sobrevivido los inuit. A nosotros no nos crecen árboles ni pasto, a lo sumo podemos recolectar algunas moras de la tundra. Si no vamos a cazar no podemos sobrevivir. Si los adultos no pueden atrapar vida silvestre, no pueden enseñar a sus hijos cómo cortar la carcasa, cómo hacer piel para un abrigo o pantalones de viento o pieles de caribú.
El vicealcalde Joshua Idlout está de acuerdo con Qamaniq. Dice que es importante que los jóvenes aprendan de los mayores, de cómo sobrevivir en el territorio, no solo para continuar la milenaria tradición inuit. “Como sigan así las cosas, todos los seres humanos tendrán que volver a la tierra. Los jóvenes están conectados con el mundo, pero están perdiendo habilidades territoriales: tenemos una naturaleza implacable allá afuera. Si no están preparados para dominarla, no durarán mucho tiempo”.
El sol se desliza lentamente hacia el horizonte pero no termina de esconderse, faltan meses para que anochezca. Desde el cielo unos delicados rayos naranja se proyectan en las aguas frías y agitadas de la bahía. Algunos turistas intercambian palabras de gratitud con los guías locales, mientras otros observan el último iceberg que queda este año. Ayer por la noche el témpano se dio vuelta y se le desprendieron fragmentos de hielo, que ahora flotan y se deslizan hacia la orilla.
En la playa de al lado un cazador ve el muelle muy habitado y se aleja un poco para desembarcar con una cría de foca que acaba de cazar. No quiere que los turistas lo vean.
En el barco, las truchas que le dieron a John Huston ya están en el horno. Con un ritmo sereno, los turistas abordan los pequeños botes que los llevarán de regreso a su crucero. A medida que el último bote de turistas se sube al crucero y este zarpa y se aleja, se escucha cesar el ruido del motor, se respira que el humo de las chimeneas del barco se dispersa. El silencio vuelve a apoderarse del pueblo.
Es un silencio que no demora en interrumpirse por un murmullo que llega de las calles de tierra. Hay un tráfico incesante de cuatriciclos y camionetas. El pueblo entero salió de sus casas. Los artistas del Community Hall se quitaron sus trajes tradicionales y deambulan en jeans y chaqueta. Decenas de niños van a los juegos de una placita, otra decena se dirige a la cancha de béisbol y otros tantos van al partido de cada día a las 21 hs. en la cancha de fútbol.
Cinco vecinos van a la orilla a encontrarse con los pequeños témpanos para romperlos en pedazos y llevárselos, los beberán en casa. John Houston se había asegurado algunos cubitos para ponerle al whisky que le dan a bordo del crucero. No hay agua más pura que ésta, dicen, tiene como 20 mil años.
Antes de venir al Polo Norte yo pensaba que los icebergs no se movían, pero flotan y se desplazan lentamente: el de aquí está viajando paralelo a la costa, como si saludara, como despidiéndose. Nunca se sabe cuándo será la última vez que pase por aquí un iceberg; tan fuertes que parecen y tan condenados a derretirse.