An English summary of this report is below. The original report, published in Spanish on Indómita, follows.
In Ecuador, 75% of incarcerated women are mothers of a child under age 18, and there are more than 50 children under the age of 3 living with their mothers in captivity.
Within Ecuadorian prisons, there is no adequate infrastructure for women, especially for pregnant women or those with children living with them behind bars. Neither children living behind bars nor pregnant, incarcerated women receive preferential nutrition or specialized medical care.
Unfulfilled rehabilitation policies, corruption in prisons, and geographic distance hinder the mother-child bond in Ecuador prisons. Most of these underage children live with their grandparents or with their father.
Neither the Ministry of Women and Human Rights and El Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI) have responded to questions about specific actions being taken for this problem.
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La doble soledad de las madres en las cárceles
El 75% de las mujeres privadas de libertad es madre de un menor de 18 años. En el país hay más de 50 niños menores de 3 años conviviendo con sus madres en cautiverio, enfrentando el abandono evidente del Estado. ¿Cómo es posible ejercer la maternidad en un entorno hostil que las condena a romper el vínculo con sus hijos?
La maternidad es una experiencia transformadora, irreversible y personalísima. Es tanto un susto de muerte, como el que vivió Mariuxi* cuando le dijeron que no había latidos en su vientre, como un combustible de vida, que mantiene a Sandra* orando en su celda para ver a sus hijos de nuevo.
Por mucha empatía que el mundo ofrezca, el único ser más solitario que una madre es una madre en prisión.
Y en Ecuador, el 75% de las mujeres encarceladas tiene un hijo menor de 18 años, según el primer censo penitenciario que contabilizó más de 31 mil personas privadas de libertad. La mayoría de esos hijos menores de edad, según los datos del mismo estudio, vive con los abuelos o abuelas y — en segundo lugar — con el padre. Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos de Ecuador (INEC), el 54% de ellas solo han completado la educación básica.
Son decisiones que se toman en caliente, sin mediar el impacto devastador que podría tener en la vida de un ser humano vivir lejos de su madre, o de sus hijas e hijos, especialmente si las madres son cabezas de hogar, como ocurre en el 38% de las familias ecuatorianas, según las últimas cifras del INEC.
Carolina* había salido a comprar alimentos para su familia cuando fue detenida, un 16 de enero de 2012. Su hija de 12 años y sus mellizos, de apenas 5 meses, vieron cómo agentes vestidos de civil la forcejeaban para arrestarla. Los tres menores se quedaron esa noche en el carro con la niñera, y luego se mudaron a vivir con su abuela, durante cuatro años. Después de ese tiempo, los niños y la niña quedaron a cargo de una tía.
“Me perdí su crecimiento”, lamenta hoy Carolina, aunque ahora es una mujer libre, al menos en papeles. Estuvo retenida por ocho años en una prisión de Guayaquil. “La exdirectora de la cárcel me permitió una visita semanal por dos años. Después veía a mis hijos cada seis meses y luego, porque caí en una profunda depresión, decidí no recibir visitas”, relata, aún con la voz temblorosa.
En el artículo Reclusas latinoamericanas y maternidad:¿experiencia totalitaria o de agencia? publicado en 2023, Johanna Corrine y Miguel Ángel Mansilla relacionan los conceptos carcelarios con el tipo de experiencia vivida por las mujeres presas con hijos (conviviendo con ellas en las prisiones o fuera de ellas) y evalúan si en las prisiones de Latinoamérica se permite a estas mujeres asumir su maternidad en el encierro.
El estudio concluye que en las cárceles de la región no existe infraestructura adecuada para mujeres y, especialmente, para mujeres embarazadas o con hijos conviviendo con ellas. “Muchas de las cárceles eran prisiones diseñadas para varones, o están lejos de los orígenes geográficos de las madres, dificultando el acceso de los hijos por tiempo y espacio”, detalla la investigación.
Esto es particularmente palpable en Ecuador, donde la mayoría de madres privadas de la libertad está en la prisión de Guayas (más del 34% de madres reclusas) aunque sus hijos se quedan en otras provincias haciendo sus rutinas, dificultando el vínculo y el ejercicio de la maternidad.
Mariuxi, quien estuvo presa durante los últimos ocho años en la cárcel de mujeres de Guayas, corrobora que para encontrarse con sus hijos debía esperar el día de visita y, si las visitas se suspendían —por motines o emergencias—, no podía verlos. “Usted ya sabe, no todas las madres son de aquí de la provincia. Obviamente muchas madres no veíamos a nuestros hijos porque están estudiando, y viajar ya es pérdida de clases de uno o dos días, dependiendo de dónde venga”.
Las madres privadas de libertad tienen visitas los sábados, en condiciones regulares: dos al mes para visitas familiares (de hijas, hijos y madres, entre otros) y otras dos para visitas conyugales.
Los filtros representan un obstáculo adicional para ejercer la maternidad en el encierro. Mariuxi, por ejemplo, prefería decirles a sus hijos y a su madre que no fueran a visitarla, por el temor al abuso y la humillación.
El cateo íntimo y otro tipo de prácticas que se enmarcan dentro de la violencia sexual contra las mujeres que visitan las prisiones del país fueron denunciadas por INDÓMITA en la primera entrega de este especial.
“A una amiga que llegó a visitarme se la llevaron … la habían desnudado aunque estaba con su hijo. Yo no quería que mis hijos pasen por eso. Los niños psicológicamente se ponen mal porque que los toquen, que les bajen la ropa, que les griten, eso no es dable para ningún familiar. No es dable que traten así a una criatura, a una mujer, a las abuelitas…”, cuenta Mariuxi.
Niñez en Cautiverio y Abandono
En Ecuador, los hijos de las reclusas pueden vivir con su madre hasta los 3 años. Y aunque la mayoría de privadas de la libertad está en el Centro de Privación de Libertad Guayas N° 2, el número más alto de menores de edad viviendo tras las rejas está en el Centro de Privación de Libertad Pichincha N° 3, según el censo penitenciario.
Se trata de una cárcel ubicada en Chillogallo, en el sur de Quito, que cuenta con guardería y espacios abiertos, aunque las celdas tienen un tamaño reducido. Allí, la población de niñas y niños llega a 41 menores y, según el único censo penitenciario realizado en 2022, de ellos 40 son niñas.
En Guayaquil, en contraparte, los hijos que conviven con sus madres reclusas no tienen cama propia ni comida especial.
Esto pese a que, según la Política Pública de Rehabilitación Social y la Constitución de Ecuador, el Estado debe garantizar a las mujeres embarazadas y en periodo de lactancia los derechos a no ser discriminadas, a disponer de las facilidades necesarias para su recuperación después del embarazo y durante el periodo de lactancia y “a recibir un tratamiento preferente y especializado”.
En la norma se dispone la promoción prioritaria del desarrollo de las niñas, niños y adolescentes y, específicamente, el artículo 46 establece que el Estado adoptará, entre otras, medidas que aseguren a las niñas, niños y adolescentes la protección y asistencia especiales cuando la progenitora o el progenitor, o ambos, se encuentran privados de su libertad.
De acuerdo con un gráfico proporcionado a INDÓMITA por el Servicio Nacional de Atención a Personas Privadas de Libertad (SNAI), con corte a diciembre de 2022, hay 53 niños y niñas conviviendo con sus madres en cárceles a escala nacional.
Sin embargo, el ejercicio de las maternidades en cautiverio no es algo que haya sido contemplado por el SNAI, dice Carolina. “Hay actividades para despejar la mente, pero no hay cosas pensadas para los niños. No es un ambiente para los niños ni es un sistema que piense en las madres. Y se come muy mal en la prisión… tuve que vender mis bienes para defenderme legalmente y sacar adelante a mis hijos. Ahora valoro cada momento con ellos, porque fueron casi diez años sin verlos”.
“Una como madre sufre muchísimo”, advierte Mariuxi, antes de contar que de los ocho años que estuvo en prisión, los tres años de compañía de su hijo menor “fueron los mejores” tras las rejas, aunque las condiciones no eran las ideales.
Por ejemplo, no hay camas especiales o cunas para los niños, ni guarderías. Al menos el pabellón de la cárcel de Guayaquil en el que Mariuxi vivió con su hijo, tenía bloques de cemento como camas. A lo que pueden aspirar las madres con bebés es a ocupar las camas bajas esquineras. “En cada celda pueden estar tres mamitas con niños. Se supone que en el pabellón no puede haber más de doce, porque no hay más espacio para ubicarse, pero no hay una celda especial para madres reclusas”, recuerda.
La alimentación es la misma para las mamás y los niños y niñas. Todos comen del “rancho”, aunque hubo un tiempo en el que permitieron la entrada de comida una vez al mes para que las presas cocinaran para los niños, según los testimonios de cinco mujeres consultadas para este especial.
En agosto de 2022, la Fundación Dignidad denunció en X que las mujeres privadas de libertad del centro de Chillogallo recibían tardíamente comida poco nutritiva para los menores de edad.
Ni el SNAI, ni el Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos han respondido cuáles son las acciones particulares sobre la alimentación de los niños y niñas que viven con sus madres en la prisión, o las medidas disciplinarias que se toman con las mujeres que maternan en cautiverio en Ecuador.
INDÓMITA pidió una entrevista con ese ministerio para hablar de todos los temas de este especial y, aunque se respondieron algunas preguntas, la entrevista fue suspendida sin que se diera nueva fecha para contestar los requerimientos de información.
En una nota de Ecuavisa, se reporta que el Ministerio de Salud Pública lleva el registro de las madres y los niños en cautiverio “para vigilar la adecuada nutrición de los menores”, y que el Ministerio de Inclusión Económica y Social invierte un millón 450 mil dólares en este proceso de acompañamiento a las niñas y niños que crecen en el centro de detención durante sus primeros años de vida.
Sin embargo, los testimonios de las madres en cautiverio difieren de ese relato. Sandra, quien lleva ocho años y siete meses en la cárcel de Guayaquil, donde actualmente hay seis niños viviendo tras las rejas, lo resume entre la tristeza y la resignación: “La maternidad aquí es difícil. Se lo digo porque yo tuve a mi hijo aquí, hace ocho años… Fue feo, porque no asimilaba la comida porque era muy mala”, cuenta mediante mensajes de texto.
Pese a la mala alimentación, Sandra añora el tiempo que compartió el cautiverio con su niño. Estuvieron juntos desde antes de nacer y hasta que cumplió 3 años y 2 meses. “Él se quería quedar. Me dijo ‘mami, déjame en mi casa, me quiero quedar contigo en mi casa’”.
Aunque se trate de una casa peligrosa —pues registros del Ministerio del Interior detallan que 686 personas fueron asesinadas en cárceles de Ecuador entre 2018 y 2023— un hijo tiende a considerar a su propia madre como una casa, un refugio, un lugar seguro.
Daniela*, a través de mensajes de una red social, cuenta desde la cárcel de Guayaquil que los cuatro niños y las dos niñas que viven allí en mayo de 2024 se asustan ante el mínimo ruido “y gritan desesperados a nuestros brazos”. Y que cuando trató de explicárselo a una jueza durante la revisión de un recurso, ella le respondió que no hay pruebas de que los niños estén afectados psicológicamente por los amotinamientos. Pero Daniela sabe que las huellas son evidentes para el que quiere verlas. “Una de las niñas que está aquí va a cumplir 5 años. Ella es grande y sabe todo, ya aprendió a hablar feo, como hablan aquí. Les pega a los más pequeños”.
El hijo menor de Daniela tiene 2 años y 7 meses, sonrisa luminosa, ojos rasgados y nariz redonda. En su corta vida ya ha presenciado una intervención militar. “Los días que estuvieron (los militares) aquí fueron tremendos. No teníamos nada que comer, solo el alimento que provee el gobierno, y eso no cubría nuestras necesidades. Pasamos hambre y los bebés con nosotros”, recuerda.
La Espera Amarga
El Ministerio de Salud tiene la obligación de proporcionar anticonceptivos a las privadas de la libertad. Sin embargo, las mujeres en cautiverio consultadas para esta investigación detallaron que hay escasez o inconsistencia, en el mejor de los casos, de píldoras o inyecciones, lo que deriva en embarazos no planificados.
Es lo que vivió Mariuxi después de que no recibiera la dosis el primer día de su regla, porque era fin de semana. “Cuando fui el lunes a buscar que me la pusieran, la obstetra me regañó y no me la puso”.
El Código Orgánico Integral Penal (COIP), en su artículo 12, detalla que las personas privadas de libertad deben gozar de los derechos y garantías reconocidos en la Constitución de la República y en los instrumentos internacionales de derechos humanos. El numeral 11 de este cuerpo legal explica que las personas privadas de libertad tienen derecho a métodos preventivos, curativos y de rehabilitación, tanto física como mental. Pero, como reseñó INDÓMITA en otra entrega de este especial, hay mujeres encarceladas que no tuvieron acceso a controles médicos, “porque asignan dos turnos por pabellón, en pabellones con unas 200 mujeres”.
En Ecuador hay personas privadas de libertad que nunca han recibido atención médica ni están registradas en las bases de datos de la salud, según un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), publicado en 2022.
“Ahí uno puede ponerse las inyecciones y todo eso cuando hay, porque a veces no hay y le dan pastillas. Esa es toda una historia ahí adentro con lo que es lo del Ministerio de Salud”, confirma Mariuxi.
En su testimonio, Daniela —que aún está adentro— reporta las mismas calamidades. “Se supone que en el policlínico de la cárcel hay pastillas e inyecciones, pero es toda una odisea que nos atiendan ahí”.
El Centro de Derechos Reproductivos, una organización mundial que vela porque se cumpla el acceso a este derecho humano fundamental, alerta que las personas privadas de libertad tienen mayores probabilidades de ser discriminadas, lo que puede dar lugar a desigualdades, esperas, o tratos abusivos en la atención.
“Se debe garantizar los recursos para implementar los servicios de salud consistentes con los derechos humanos de las mujeres y adoptar medidas para prevenir la discriminación”, detalla la organización en un estudio.
Consultado para esta investigación, el Ministerio de Salud ecuatoriano admitió que hay problemas en el stock de medicamentos, y que no poseen los datos centralizados de los menores hijos de privadas de libertad. Carina Pavón, coordinadora de gestión interna de la Dirección Nacional de Atención Integral, explica que tienen “un paquete de prestación de servicios para todos los niños en general, que incluye vacunación, control del niño sano, y tamizajes. Nosotros hemos asignado un pediatra a pesar de no estar en la cartera de servicio. Esta misma atención que encuentras en un centro de salud debe darse dentro de un centro de privación de libertad”.
En 2015, Mariuxi tenía un año encarcelada cuando supo que tenía un embarazo de 15 semanas, de su tercer hijo. El sistema de rehabilitación social, en teoría, debería garantizar los controles prenatales. En su caso no sucedió: “cuando se puede, a uno la sacan a control médico… pero a veces, porque no hay seguridad, porque no hay carro, se caen las citas. A mí me sacaron creo que dos veces y nunca me hice una ecografía”.
Pero una noche de domingo, cuando ya estaba cerca de las 40 semanas de embarazo, Mariuxi sintió un dolor intenso en el vientre. Sus compañeras de celda sabían que no había ningún médico en el dispensario de la cárcel, pues el doctor o doctora asignada solo trabaja de lunes a viernes hasta las cuatro de la tarde. Empezaron a golpear los barrotes hasta que algún guía las oyera, buscando ayuda.
Después de algunas horas, relata, llegó una ambulancia con paramédicos que no tenían equipos. Lo supo porque doblaron un papel para escuchar los latidos de su hijo y, cuando le dijeron que no registraron ningún sonido ni movimiento, decidieron llevarla a la maternidad Mariana de Jesús, a 28 kilómetros de allí, para un monitoreo fetal de emergencia. Fue media hora de terror precedida por meses de incertidumbre. Ni siquiera sabía el sexo del bebé que podría estar muerto en su vientre.
“Me hicieron el tacto y estaba dilatando. No tuve compañía de ningún familiar. No soy de Guayaquil y ese es el problema de muchas madres. Mi parto normal fue súper rápido, pero sí se me disparó la presión”, cuenta.
Su hijo recién nacido pasó su segunda noche de vida —y los tres años que le siguieron a su nacimiento— en una cárcel, porque la enviaron a su celda en menos de 24 horas después del parto.
Entonces Mariuxi vivió la soledad demoledora de una madre en cautiverio: las noches de lactancia cada tres horas, el cansancio extremo. Aunque sus compañeras de celda toleraron el llanto del niño, no recibió ningún trato especial. “Éramos como cavernícolas. Ninguna embarazada, ni que haya dado a luz recién, tenía una dieta especial. Nada más que el rancho, la misma comida de siempre. Levantándose a la contada, a veces los guías dejaban que la recién parida se quedara en la cama, pero otras veces no”.
Mariuxi también recuerda una vez que una compañera empezó la labor de parto y como no había ningún médico ni nadie que la atendiera, tuvieron que organizarse entre ellas para traer a ese niño al mundo. “Buscamos alcohol, tijeras para cortar el cordón umbilical, sábanas… no había otra opción y así la ayudamos a parir”, dice.
Daniela, que actualmente materna tras las rejas en Guayaquil, cuenta que los niños solo son atendidos si están de gravedad, y por médicos generales. “Jamás los llevan a voluntad al policlínico. El mes pasado, por primera vez en los 9 años que estoy aquí, los llevaron a la calle, donde el pediatra”.
Al igual que Mariuxi, Carolina no sabía que una mujer embarazada no podía estar encarcelada. “Pero hablé con mis abogados y la Fiscalía ordenó un examen dentro de la prisión, que salió positivo. Unas mujeres me golpearon con una vara de hierro y me lanzaron algo en el rostro y pese a ello, no fue sino hasta el día siguiente que me mandaron a una clínica y me hicieron un eco en el que dijeron que mi bebé ya no tenía signos vitales. Tuve que regresar a la celda con mi bebé muerto dentro de mí. Luego de dos días me hicieron un legrado en la maternidad”.
Este duelo ocurrió hace doce años, y Carolina recién pudo obtener atisbos de reparación el pasado 17 de mayo, cuando un Tribunal Penal de Quevedo ordenó al SNAI reparación y disculpas públicas por haberla detenido en estado de gestación y no haberle brindado atención médica oportuna.
El artículo 624 del Código Penal ecuatoriano determina que durante el periodo de gestación y hasta 90 días después del parto, una mujer embarazada no puede ser privada de su libertad ni notificada con la sentencia, debiendo imponérsele arresto domiciliario hasta que se cumpla el plazo.
Investigadores como Rommel Sagnay Ochoa, que han reseñado los derechos de los hijos de las privadas de libertad, resaltan el impacto del vínculo materno infantil en la situación de seguridad general. “El vínculo del niño con la madre, las vicisitudes de este vínculo y las consecuencias de su ruptura son aspectos que rigen la vida, las relaciones afectivas, las conductas y las motivaciones de cada individuo, sin importar su procedencia”.
Las motivaciones de Sandra están, justamente, en el vínculo con sus hijos: “Ellos son todo para mí. Lo único que quiero es salir de este lugar y hacer las cosas bien. Trabajar para sacarlos adelante y no volver al mismo error de antes”.
Pero el ejercicio de la maternidad en cautiverio se hace más difícil, y vuelve más vulnerables a las mujeres privadas de libertad cuando el marco legal no se aplica y se condiciona el vínculo entre ellas y sus hijos a factores externos, como la distancia geográfica, la seguridad y la violación a sus derechos con el cateo íntimo, por ejemplo.
El Reglamento del Sistema Nacional de Rehabilitación Social establece que a partir de los 2 años el Estado debe iniciar los procesos de salida de los niños y niñas que conviven con sus madres en prisión, hacia espacios de acogimiento familiar o, en última instancia, de acogimiento institucional, con especial atención a las niñas y niños con discapacidad o enfermedades catastróficas.
Esto supone una nueva fractura en las experiencias infantiles.
A Sandra se le desgarra la voz cuando recuerda que su hijo la esperó hasta la madrugada tras su última audiencia. “Me dejó un audio diciendo que me está esperando, que por qué no salía… Eso me partió el corazón”.
Después de eso, Sandra solo vio a su hijo en otras dos ocasiones.
Ahora tiene casi tres años sin verlo, y le faltan otros cuatro para salir de la cárcel.
El hijo de Mariuxi, en cambio, vive hoy en una casa de acogida para niños en Guayaquil, perteneciente a una organización religiosa. Eso implicó, cuando salió, perder su custodia legal para siempre. Y aunque esa decisión fue “durísima”, Mariuxi lo hizo buscando lo mejor para él. Hoy, que es una mujer libre, se ven una vez al mes, pues ella tiene permitido visitarlo. Mariuxi saca su celular del bolsillo y muestra una foto de ellos juntos, sonríe y dice que está orgullosa de él, pero en su mirada también hay algo de dolor.
Daniela empezará a vivir muy pronto la separación que aún atormenta a Sandra y a su hijo, a Mariuxi y a su hijo. Las mentiras piadosas que cuentan las madres para no asustar a los niños con el abandono. “Me quiero morir porque se va (con sus abuelos paternos). Todos estos días he conversado con él y dice que quiere llevarme. Le explico que tiene que arreglar mi habitación para estar juntos… no sé cuánto me vaya a afectar psicológicamente…”
Tanto la separación de los padres o cuidadores como la vida en prisión pueden tener un impacto incalculable sobre los derechos y desarrollo integral de las niñas y los niños, sobre todo durante la primera infancia. Al respecto, el Comité sobre los derechos del Niño observó que los más chicos son vulnerables a las consecuencias adversas de las separaciones debido a su dependencia física y vinculación emocional. Este organismo de las Naciones Unidas hizo un llamado a los Estados a atender con servicios a los grupos de niños que están doblemente expuestos, como los que viven con sus madres en la prisión.
Además, según el estudio de Corrine y Mansilla, las instituciones penitenciarias latinoamericanas entregan el derecho del cuidado de los niños solamente a las madres, reforzando los roles tradicionales de género, negando el derecho a la paternidad responsable a los hombres privados de libertad.
Por otra parte, el Subcomité para la Prevención de la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (SPT) advirtió que la prevalencia de ese rol de cuidadoras implica que la ausencia o separación de la mujer de sus hijos traiga como consecuencia situaciones de desprotección, más aún si tenemos en cuenta que la mayor parte de personas privadas de libertad pertenecen a los estratos sociales con menos recursos económicos.
Y en los países con mayores niveles de pobreza y menores beneficios carcelarios, como Ecuador, que las privadas de libertad vivan en cautiverio junto a sus niños y niñas, implica una mayor exposición de los menores a la ausencia del Estado en el desarrollo social, en la atención sanitaria, y en la protección ante condiciones de vida violentas.
Son otras mujeres las que suplen las grietas del sistema. “Mis amigas, mis compañeras, ellas son las que a uno le dan la mano con el niño… con un niño y con todos los niños”, reflexiona Mariuxi. Carolina, en cambio, recuerda especialmente a Jackeline y a Nuri como dos mujeres que la inspiraron mientras estuvo en prisión, y a dos bebés de mujeres privadas de libertad con los que se encariñó, “quizás porque me recordaban a mis hijos, por los que oraba todos los días”.
Las privadas de la libertad que intentan ejercer su maternidad arrancadas de los brazos de sus hijos, o con ellos, pero tras las rejas, solo cuentan con ellas mismas y con quienes comparten esa experiencia. Mariuxi, por ejemplo, era parte del coro Victoria y, aunque ya salió de la prisión y su hijo aún está en una casa de acogida, suele visitar la cárcel para ofrecer su voz como signo de acompañamiento. El último Día de las Madres, junto a otras exprisioneras, madres de reos y niños hijos de reclusas, armaron un homenaje musical. Ella les cantó Resistiré.
Porque se requiere resistencia y sororidad para enfrentar todo el abandono y la soledad que se sienten como una herida abierta, aunque camuflada, en las cárceles de Ecuador.
*Los nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las fuentes.