La degradación de la selva amazónica está poniendo en riesgo varias especies de plantas que han sido claves en la medicina tradicional indígena. Con su destrucción también está en aprietos un conocimiento de cientos de años.
José Esteban Valencia casi muere por una enfermedad que no entendía. Le dolían los huesos, las articulaciones, estaba apenas consciente. Nunca supo qué tuvo, pero lo interpretó como envenenamiento. En sus sueños convalecientes viajó por su territorio.
“El dueño de este territorio me dirigió por los lugares sagrados, ríos, cachiveras, selva, lagunas, los güíos (serpientes). [...] Me llevó por todo lado, me mostró lo que compone esos espacios, era el camino de las curaciones”.
José Esteban, un indio makuna que emigró desde el lejano río Apaporis, vive en la comunidad de Ceima Cachivera, a las afueras de Mitú, en la profunda Amazonía. Es lo que en su comunidad se conoce como un Curador de Mundos o masini masut. En su maloca, que es al tiempo hogar y un centro ceremonial y que él mismo construyó, prepara mambe –una mezcla de hoja de coca y ceniza de yarumo de uso ritual–, y con la ayuda de otras plantas sagradas como yopo y ayahuasca, se sienta a curar espiritualmente a su comunidad. Como es el caso para los médicos tradicionales de la Amazonía, en sus manos recae la salud de las personas, pero también de su territorio, porque para ellos hombre y territorio son indivisibles.
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Para los pueblos amazónicos, el acceso al sistema de salud colombiano es precario, y la salud de miles de pobladores indígenas recae en saberes medicinales que se encuentran en riesgo de extinción. Los chamanes de estos pueblos –acorralados por la destrucción de la selva y las alteraciones en su hábitat que podría causar el cambio climático– son sus últimos defensores.
“Una maloca es una responsabilidad; de sentarse, relacionarse con la naturaleza, la sabiduría, los conocimientos, los espíritus, los jaguares”, dice José Esteban de una concha vierte yopo –un polvo de planta y ceniza– en la palma de su mano, que luego inhala con una especie de pipa en forma de “y” hecha con hueso de danta.
“Mientras sigamos creyendo que la corona de plumas del taita es adorno, y no entendamos que es un instrumento terapéutico, médico o científico, no estamos comprendiendo la medicina indígena”, dice Germán Zuluaga, médico cirujano y doctor en epidemiología de la Universidad de McGill, y quien lleva más de 40 años investigando sistemas de medicina indígena tradicional.
“Debemos tratar de transformar nuestra mentalidad para entender que son sistemas coherentes y efectivos que tienen alcances que nuestra medicina occidental no tiene”, dice en videollamada desde su casa en Cota, cerca a Bogotá, donde sostiene consultas con cientos de pacientes que lo buscan por su práctica médica intercultural. “La tarea es esa: cómo lograr que se reconozcan con validez los sistemas tradicionales indígenas para respetarlos por lo que son.”
Como José Esteban, Silvia Bautista, una mujer tikuna, aprendió las artes de la curación curándose a sí misma. Partera y conocedora de plantas medicinales, Silvia hace las veces de médica en Arara, un caserío en el extremo sur de la Amazonía colombiana, donde el sistema de salud es precario.
“Todo es remedio”, dice, explicando cómo usa algunos ungüentos que combinan aceites de Jengibre, ceniza de Yarumo, hojas de Santa María, todas plantas que consigue en la chagra (huerta) de su casa, o selva adentro. Allá siembra ella misma plantas medicinales que “nadie puede ver”, porque de hacerlo perderían su poder. Son suyas, secretas.
“Yo no tenía nadie que me cuidara”, asegura mientras atiende a una joven embarazada en la penumbra de su pequeña casa de madera a la luz de la vela. No hay en la selva una universidad o un instituto que les enseñe medicina; sus saberes son transmitidos de generación en generación, mediante la práctica.
“Ese conocimiento ya se ha validado a través del tiempo por su eficacia”, dice Tania Martínez, psicóloga y profesora en la Universidad Nacional de Leticia. “Uno de esos casos es las plantas medicinales. Que el algodón morado ayuda en la dilatación del parto, ellos no se lo inventaron. Es un planta oxitócica, produce oxitocina, eso ayuda a dilatar; los microbiólogos lo descubren después, pero los indígenas lo vienen usando desde siempre”.
La ciencia occidental ha tomado mucho de ese conocimiento ancestral. El descubrimiento de la aspirina, por ejemplo, se derivó de formulaciones de medicina tradicional antigua que usaban la corteza de Sauce. Los egipcios, los sumerios, los griegos, la identificaron como fórmula efectiva contra dolores. La píldora anti-conceptiva se derivó de las raíces salvajes de Ñame, planta selvática de las Américas, y tratamientos para el cáncer infantil se basan en los usos de la planta de Vinca, o Catharanthus Roseus, planta originaria de las selvas de Madagascar.
En las selvas amazónicas también se encuentran decenas de sustancias base para medicamentos de uso general. La quinina, por ejemplo, es usada para tratar la malaria; el curare, como anestésico. Se dice que Richard C. Gill, un expedicionario norteamericano de principios del siglo XX, buscando remedios para su propia esclerosis múltiple, descubrió en la selva del Ecuador las propiedades del curare y fue de los primeros en tender ese puente entre medicina tradicional amazónica y occidental. Descubrió otras 75 especies selváticas con potenciales usos medicinales hasta entonces desconocidos, como la chanca piedra y la manaca; para tratamientos diuréticos la primera y para problemas endocrinos la segunda.
Sin embargo, los científicos saben bien que aún hay mucho por descubrir para la medicina en esas selvas remotas - y en peligro- en las que habitan comunidades indígenas. La organización mundial para la salud confirma que el 40% de medicinas de la farmacopea occidental provienen de plantas. El resto son derivados del petróleo o el alquitrán.
De niño José Esteban abandonó el internado, donde estudiaba, por falta de recursos. Como puede pasar para los jóvenes indígenas, se hunden a veces (link a segundo reportaje) en un lugar de incertidumbre identitaria. “Creía que con la plata que haría de hacer minería en oro seguiría estudiando, pero no fue así. Me puse a tomar cerveza y jugar tejo, como los occidentales”, recuerda.
Le tardó varios años entender su rol como médico tradicional, que heredó de su padre, pero que también ha aprendido de manera empírica, mediante el uso de plantas medicinales como la coca, la ayahuasca, el yopo, el tabaco y en rituales como el Yuruparí.
Hoy José Esteban participa activamente de la construcción de un sistema de salud tradicional que sea reconocido por el Estado. Las comunidades amazónicas, como otras comunidades indígenas de Colombia, tienen derecho a un SISPI o Sistema Indígena de Salud Propio Intercultural, lo cual les permite formalizar sus prácticas medicinales. En un territorio tan disperso y de difícil acceso; sin embargo, como lo es la Amazonía –donde muchas poblaciones, como su tierra natal en el Apaporis, están a la distancia de varios días en lancha y más de un vuelo de avión de los centros urbanos–, unificar las visiones en salud es un reto desmedido.
Él es consciente de ello. “Tenemos que tener bien claro cómo está nuestro sistema organizado si queremos llegar a un consenso con el Estado”, dice, mientras en el otro extremo de su maloca arde el fuego para quemar el yarumo cuyas cenizas serán utilizadas en la preparación de mambe. “Tiene que ser intercultural, conversar según el conocimiento que tenga cada territorio. Aquí hay este conocimiento, aquí complementa con estas plantas medicinales. Pero no es fácil llegar a estas comunidades. No hay recursos. Hay diferencia por la lengua y por los territorios. La transmisión de conocimiento se complica.”
Imagenes de Miguel Winograd/El Espectador. Colombia, 2023.
Conforme la selva se degrada por la tala desaforada y las comunidades migran hacia centros poblados, pierden sus saberes -su lengua, su cultura-. Entre ellos está el conocimiento sobre las plantas medicinales, confirma un trabajo presentado en el Foro Mundial de Biodiversidad de 2022. Las dinámicas alimentarias, de salud y de conocimiento de estas comunidades están estrechamente relacionadas con su territorio, dependen de sus cambios, y su conocimiento de la naturaleza se expresa en lo que llaman calendarios ecológicos.
“Para armonizar tienen que tener contacto con la selva”, dice Celestino Careca, médico en Nazareth, Trapecio Amazónico. “Saber que la selva es selva”, y con hojas de Uvo rezadas y enjuagadas en agua hace una limpieza a un grupo de expedicionarios que saldrán a buscar plantas medicinales por los senderos, entre la manigua. “Armonizamos para protección y para defender al pueblo”, dice y entona con el silbido una melodía de sanación.
Celestino hizo parte en noviembre del año pasado de una curación general que ayudó a contener los intentos de suicidio en la comunidad vecina, Arara. Después de tres suicidios en menos de un año, los chamanes de la región se unieron para hacer una limpieza espiritual que hasta ahora ha surtido un efecto más positivo y tangible que las nimias intervenciones en salud del Estado.
“Cuidar la selva es importante para nosotros. Esa es la vida de nosotros, los pueblos indígenas. Nosotros respiramos aire libre. Cuando viene enfermedad, la selva misma los chupa. Por eso es importante para nosotros, para todos nosotros, para toda la humanidad.”
Un estudio publicado en Frontiers in Forests and Global Change en 2021, muestra que la Amazonía ya no capta más CO2 del que produce. Para el 2035, el Amazonas podría ser en conjunto la fuente productora de CO2 más grande del mundo a cuenta de las actividades de tala, minería, extracción de hidrocarburos y las agroindustrias. Otra investigación publicada en Nature Communications en 2020, señala que los árboles en la Amazonía están muriendo cada vez más jóvenes, y esto la hace más vulnerable al cambio climático.
Ese vínculo entre humano y territorio es, según el doctor Zuluaga, uno de los aportes más grandes que las medicinas tradicionales pueden hacer a occidente. “El sistema médico tradicional de estas comunidades indígenas amplía la percepción del cuerpo a otras dimensiones: sociedad, familia, entorno, comunidad, ecosistema”, dice .
Y es que la destrucción de la selva, producto de actividades humanas como minería y ganadería, alteran los balances ecosistémicos, y con ellos se despiertan también riesgos mayores de epidemias y patógenos letales como la malaria.
José Esteban trabaja con rayo, con tormenta, con “atajar de viento”, como lo él lo llama. En aquellos sueños reveladores que le mostraron el camino para sanarse, recorrió también pasadizos entre ríos, los cielos. Su mujer, en algún momento, le dijo: “usted que ha visto el Yuruparí, que ha tomado yagé, ¿qué aprendió? Su papá fue un tradicional, imposible que usted no sepa”.
“Empecé a curar los animalitos. Un pollito o gallinita que se quemaba, los curaba con agua, para ver si cicatrizaba o no”, recuerda él. “Trabajé con atajar de trueno. Cuando uno ya sabe que va a llegar siente una señal en el cuerpo o en la boca. Entonces tiene que ofrecer mambe, tabaco, chicha de la época”.
Cuenta que curó animales que vuelan, de cuatro patas, peces, cangrejos de toda clase. “A todos los señores del bosque, de los árboles, los dueños”. Entendió que el principio de la curación está en su familia; primero cura a su familia, luego los territorios.
Ese conocimiento le es dado al sabedor desde la ley de origen, es decir, en su cosmovisión, todo el mundo natural. “Todo eso tiene que ver con el comportamiento del ser humano, el respeto a esos lugares que son dados desde el origen” dice José Esteban Valencia. “El sabedor es la persona indicada para proteger a la comunidad, a los hombres, las mujeres, por eso hay que mantener en comunicación directa con ellos”.
“Un indígena sin territorio”, dice un famoso refrán, “es como un árbol sin raíces”. El cambio climático, asegura desde su casa en Bogotá Pablo Martínez, médico experto en medicinas indígenas y etnopsiquiatría, desembocaría en un desastre sin precedentes.
“En una sociedad que funciona con los ciclos naturales, el cambio climático está generando una cantidad de incertidumbres”, asegura Martínez. “Ya no se sabe muy claramente cuándo es verano y cuándo es invierno; ya no se sabe claramente en qué momento hay que arreglar la chagra”.
Si el clima cambia y se alteran las dinámicas asociadas a él, asegura Martínez, “no va a ser raro que en unos años estemos enfrentados a una situación de inseguridad alimentaria en la Amazonía”. Afectaría todas las dimensiones de la salud de los pueblos. “Son alertas tempranas de una tragedia”.
Pero hay esperanza, asegura Martínez, de que estos pueblos, que han resistido durante siglos, se adapten, y de que sus saberes muten a formas más fuertes. “Hay una cosa que tiene el sistema de conocimiento tradicional, que no tiene el sistema occidental de conocimiento”, dice Martínez. “Son maleables o están en unas coordenadas que son las realidades ecológicas que hay. Entonces, digamos, estos sistemas están transformándose. Y tienen que transformarse si van a tener que responder a unos nuevos retos.”
De vuelta en la maloca, José Esteban y toda su familia trabajan juntos en la preparación de mambe. Ya cosecharon los arbustos, arrancaron las hojas, quemaron el frondoso yarumo y lo volvieron ceniza. El olor de humo que esta tarde y en el pasado ha curtido el techo de palma todavía se siente en el ambiente. Sobre una paila grande de barro, puesta al fuego, secaron las hojas de coca, batiéndolas con las manos hasta que alcanzaran su punto: ni quemadas ni húmedas, apenas quebradizas. Los destellos de ese fuego son la única luz que alumbra, porque ya es de noche. José Esteban macera las hojas, las mezcla con ceniza y las cierne.
El mambe es otra de las preparaciones a base de plantas sagradas que le da fortaleza y sabiduría. Mañana viaja a Leticia a un congreso sobre medicina y cultura amazónica. Su familia lo sabe, tiene que ir bien equipado.
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