En la última década, el sistema de salud de Colombia pagó más de $2,7 billones por insulinas, un medicamento esencial para los pacientes con diabetes. Aunque su creador renunció a la patente hace un siglo, hoy tres compañías lideran las ventas. ¿Cómo garantizar un mayor acceso?
Hace más de cien años, quienes tenían diabetes se sometían a la que entonces llamaban “dieta del hambre”. Restringían su alimentación, con largos períodos de ayuno, para consumir entre 200 y 1.200 calorías diarias, es decir, casi la mitad de lo que usualmente gasta un adulto (alrededor de 2.000). El tratamiento no los curaba, pero extendía un poco su esperanza de vida, a costa de una desnutrición severa, que terminaba convirtiéndose en la causa de su fallecimiento. Los menores de 30 apenas lograban vivir 2.9 años desde que les diagnosticaban diabetes.
“Literalmente, matamos de hambre al niño y al adulto con la débil esperanza de que apareciera algo nuevo en el tratamiento”, escribió Allan Mazur en la revista The Nutrition Journal, para resumir aquellos tiempos.
A diferencia de lo que sucedía hace un siglo, hoy los diabéticos pueden llevar una vida normal. Desde que un grupo de médicos liderado por el canadiense Frederick Banting aisló la insulina del páncreas de un perro en 1922, la vida de estos pacientes dio un giro de 180 grados. Aunque “milagro” no es una palabra muy usada por médicos, ayuda a describir el efecto que tuvo en esa población, hoy compuesta por cerca de 529 millones.
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Alexander Sanabria cuenta, por ejemplo, que, en su caso, la insulina se convirtió en el medicamento que le ha permitido tener una salud estable y le ha dado tranquilidad emocional. Julio César Giraldo, de 73 años, describe la insulina como una medicina que le ha brindado la posibilidad de que “el azúcar se mantenga en un estado casi natural” en su cuerpo. Cada mañana se aplica 20 unidades de insulina glargina, del laboratorio francés Sanofi. Ambos tienen diabetes tipo 2 y cada mes el sistema de salud les da las dosis que requieren. En Colombia, las insulinas hacen parte de la bolsa “tratamientos” a los que los pacientes pueden acceder sin poner dinero extra de su bolsillo.
A diferencia de Alexander y Julio César, que no han tenido dificultades para adquirirla, en el país hubo pacientes que se llevaron un buen susto a principios de 2024, cuando hubo una alerta por posible escasez de insulina. No tener a disposición ese medicamento —un biológico, en estricto sentido— puede poner en serios problemas el organismo. Para decirlo en las palabras de la profesora Claudia Vaca, directora del Centro de Pensamiento Medicamentos, Información y Poder de la Universidad Nacional, lo único que no puede hacer un paciente que necesite insulina es dejar de aplicársela.
La razón es muy sencilla: cuando comemos, el cuerpo descompone los alimentos (especialmente los carbohidratos) en glucosa (azúcar), que luego ingresa al torrente sanguíneo. En respuesta, el páncreas produce y libera una hormona —la insulina—, que actúa como una “llave”: permite que la glucosa ingrese a las células, donde se utiliza como fuente de energía para funcionar. El problema es que si esa llave se pierde, la glucosa eleva los niveles de azúcar a estados muy peligrosos. En el peor de los casos, puede causar un coma diabético.
Aunque hoy, como señala el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima), no hay ningún problema con el abastecimiento de insulina”, lo que sucedió en febrero fue la muestra, a los ojos de esa entidad, de que algo no estaba funcionando bien en el mercado de las insulinas. En sus palabras, es lo que podía suceder cuando solo unos pocos laboratorios concentran las ventas, como ha pasado en el caso colombiano. Sanofi, de Francia; Novo Nordisk, de Dinamarca, y Elly Lilly, de Estados Unidos, son los que producen las insulinas más comercializadas.
Esa concentración, dijo, entonces, el Invima, “hace que ante los problemas de uno de estos fabricantes se afecte la disponibilidad de un producto sin que haya posibilidad de que otros proveedores contribuyan” a resolverlo.
Se trata de un mercado en el que las ventas crecieron notablemente en la última década. Quienes producen insulinas pasaron de vender 3 millones 466 mil unidades en 2013 a más de 16 millones 555 mil en 2022, de acuerdo con los cálculos del Observatorio del Medicamento del Colegio Médico de Cundinamarca y Bogotá (Observamed). En dinero, eso quiere decir ventas por $151 mil 698 millones (pesos colombianos) en 2012, frente a $387 mil 895 millones en 2022, una suma que equivale a casi cinco veces el salario anual que recibe Lionel Messi (20 millones de dólares) en el Inter Miami CF.
Quienes se mueven en el mundo de los medicamentos también suelen recordar una anécdota que acompaña la historia de ese mercado. Luego de que el doctor Frederick Banting aisló la insulina hace un siglo, tomó la sorprendente decisión de no patentarla para que su producción no estuviera restringida a unas pocas compañías. “La insulina no me pertenece, le pertenece al mundo”, respondió cuando le preguntaron por la razón para dejar pasar un multimillonario negocio.
Lo que hizo su equipo fue venderle su hallazgo a la Universidad de Toronto, en Canadá, por solo 1 dólar. Buscaba dos objetivos, dice Luis Edgar Parra Salas, doctor en Salud Pública de la Universidad Nacional y quien dedicó 8 años de su vida a investigar el acceso a la insulina: que la institución controlara las normas y la calidad de la insulina producida; y prevenir la aparición de un monopolio que pudiera proteger el derecho de los pacientes.
Ninguna de las dos se cumplió a cabalidad. La Universidad de Toronto no pudo asumir la demanda que empezó a tener la insulina y decidió extender permisos de su patente a 25 empresas en todo el mundo. Hoy, un sigo después, las tres compañías (Sanofi, Novo Nordisk y Elly Lilly) controlan el 99% del mercado mundial de la insulina, que mueve más de 20 mil millones de dólares en el mundo.
“Es una historia increíble de cómo se pasó de una insulina no patentada, a un entramado de patentes y barreras. Eso nos ha conducido a que el planeta dependa por completo de la producción de esas tres compañías que dominan el mercado, muchas veces con precios exagerados”, sintetiza la profesora Vaca.
Una decisión ingenua
En el libro The Discovery of Insulin, Michael Bliss, profesor emérito de la Universidad de Toronto, resumió lo que esperaba esa institución con la decisión darle la patente a varias empresas: “Cuando se publiquen los detalles del método de preparación de la insulina, cualquiera sería libre de preparar el extracto, pero nadie podría asegurar un monopolio rentable”.
Pero, en lo que algunos ven hoy como un acto de ingenuidad, la universidad también cedió en un elemento que las compañías no iban a desaprovechar: los derechos de las “mejoras” sobre la insulina.
Para decirlo en términos muy sencillos, lo que sucedió desde entonces es que las compañías han logrado mantener la patente (que, inicialmente, dura 20 años) haciendo mejoras a la fórmula original. A los ojos del profesor Mario Hernández Álvarez, del Departamento de Salud Pública de la Universidad Nacional, algunas de esas modificaciones no han significado grandes aportes en eficacia o calidad, pero sí en diferencias en el precio.
En la década de 1930, por ejemplo, la farmacéutica Novo Nordisk descubrió que, añadiendo una proteína, podía prolongar los efectos de la insulina, lo que le permitió alargar la patente 20 años más. En 1946, lanzaron al mercado la insulina NPH, que permitió combinar la insulina de acción rápida con la de acción prolongada, lo que extendió sus patentes hasta 1970. Ese año presentaron otra innovación: como en ese entonces la insulina se aislaba de vacas y de cerdos y causaba algunos efectos adversos en humanos, Novo y Eli Lilly mejoraron su pureza. Así redujeron esas reacciones secundarias y alargaron la patente sobre la insulina hasta finales de 1980, cuando introdujeron en el mercado la insulina humana, que se aislaba a partir del páncreas humano. Más adelante, desarrollaron las insulinas análogas, diseñadas para imitar la liberación natural de insulina en el cuerpo.
La historia es mucho más extensa, pero ha conducido a que hoy existan dos grandes grupos de insulina: las clásicas, derivadas del páncreas humano, y las análogas, que imitan la liberación natural de insulina en el cuerpo. Hay una diferencia fundamental entre ambas, explica la profesora Vaca: las análogas pueden tener una acción más prolongada. Es decir, que si un paciente olvida aplicarse insulina a la hora adecuada, se reduce el riesgo de tener una disminución repentina de los niveles de glucosa en la sangre. También han mejorado la adherencia de los pacientes al tratamiento. Aunque ambos tipos de insulina son seguras y se recomiendan para tratar la diabetes, las análogas dominan el mercado.
Las cifras que ha recopilado la Access to Medicine Foundation, que monitorea el acceso a medicamentos en el mundo, ayuda a entender un poco mejor ese escenario. Mientras en el año 2000 las tasas de prescripción de insulinas clásicas eran del 96.4% y las análogas del 14.5%, en 2014 esa relación se invirtió: la prescripción de las primeras fue de 18.9%, frente a 91.2% de las segundas.
El precio es otra de las diferencias notables entre ambos grupos y varía según el país donde se venda. Un análisis de DIME, un proyecto creado hace una década por institutos y universidades de diez países, muestra algunas de esas variaciones en un breve informe: en Brasil, la insulina glargina, de Sanofi, tiene un precio promedio de US $3,11 por 100 UI (Unidad Internacional), pero en Argentina su valor es de US $ 15,27. En Perú, de US $3,29 y en Colombia, US $2,53.
Según el análisis de DIME, esos valores no solo obedecen a cambios demográficos y epidemiológicos, sino a otros dos elementos que no pueden dejarse de lado: la “ausencia de políticas de promoción de uso racional de medicamentos eficientes” y la presión que está teniendo la innovación en la prescripción de medicamentos. Para Access to Medicine Foundation, esa diferencia en el valor ocurre, incluso, pese a que el costo de producción de las insulinas análogas es solo ligeramente superior.
Este en este gráfico se puede observar mejor aquellas diferencias:
Fuente: Estrategias para mejorar el uso racional y el gasto de público de los análogos de insulinas de acción prolongada, Dime, Policy Brief.
Aunque la insulina se ha convertido en un término usual entre los pacientes con diabetes, como dice a Patricia Zuluaga, presidenta de la Asociación Colombiana de Farmacovigilancia, es una palabra que engloba muchas más categorías, pues cada paciente se administra diferentes dosis y tipos dependiendo de su condición.
Tampoco es buena idea meter en una misma bolsa a quienes tienen diabetes. No es lo mismo, explica Juan David Gómez, endocrinólogo del hospital San Vicente de Paul, en Medellín, hablar de diabetes tipo 1, que hace que el cuerpo no produzca nada de insulina, que de diabetes tipo 2, en la que las personas pueden ser controladas con diversos tratamientos y, en algunas ocasiones, requieren insulina. De la primera, señalaba un estudio publicado en la revista The Lancet Diabetes & Endocrinology, es posible que haya 8,4 millones de casos en el mundo, una cifra que podría duplicarse en 2040. De la diabetes tipo 2, algunos cálculos sugieren que hay más de 462 millones de personas viviendo con ella.
En Colombia, según los datos del Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima), hoy se comercializan nueve marcas de insulina, que están en manos de cinco compañías farmacéuticas: Sanofi, Novo Nordisk, Eli Lilly, Elixym Biopharmaceutical – Procaps y Pisa. Hay una que encabeza las ventas: la glargina, de Sanofi. Casi la mitad de las unidades que compra el sistema de salud son de glargina. El “segundo lugar” los ocupa la insulina glusina, también análoga y también de Sanofi.
Las transacciones de las insulinas que comercializa esta multinacional francesa equivalieron a más de $ 892 mil millones (pesos colombianos) entre 2020 y finales del 2023, de acuerdo con los datos del Observamed. En ese lapso vendió más de 44 millones de unidades. Novo Nordisk y Eli Lilly, los otros pesos pesados de la industria, reportaron ventas de insulinas por $424 mil millones y por más de $53 mil millones en esos años.
Estos gráficos ayudan a entender ese escenario un poco mejor:
Si quisiéramos retroceder en el tiempo un poco más, en la última década, el sistema de salud colombiano desembolsó $2,7 billones (pesos colombianos) por 106 mil 341 unidades de insulina.
Carlos Mendivil, miembro de la Asociación Colombiana de Endocrinología y médico de la Fundación Santa Fe, en Bogotá, tiene una buena explicación de ese gran número de ventas, que convierte a Colombia en un caso particular: “Tenemos un sistema de salud que es bastante generoso. En nuestro país las personas tienen derecho a cualquier terapia que sea absolutamente necesaria para el manejo de su enfermedad. Eso implica que los pacientes con diabetes pueden acceder a todas las insulinas clásicas y análogas, sin excepción. Pero eso no sucede en todas partes de Latinoamérica y hay que reconocerlo y valorarlo”.
En la otra cara de la moneda, quienes no pueden acceder a la insulina a través del sistema de salud, solo tienen una salida: pagarla de su bolsillo. En Colombia es difícil saber cuántas personas lo hacen, pero en el mundo hay una buena cantidad de pacientes que no tienen otro camino. Los cálculos de Access to Medicine Foundation indican que en los países de ingresos bajos y medios el 35% de los pacientes deben sacar de su dinero para acceder a la insulina. En los países de ingresos altos, esa cifra es del 13,6%. Desafortunadamente, agrega el informe, “los precios más altos de la insulina generalmente se encuentran en el mercado privado, lo que agrava aún más la situación”.
En uno de sus análisis, evaluaron lo que estaba sucediendo 108 países de ingresos bajos y medios. Encontraron que solo en 29 se registraron algunas de las insulinas clasificadas como “medicamentos esenciales” por la Organización Mundial de la Salud. En ese grupo está, justamente, la glargina, cuyo mercado, indica DIME, se valoró en $3,88 billones de dólares en 2018, y es posible que en 2025 supere los $9,2 billones.
Salidas para un mercado en pocas manos
Cuando a inicios de este año, organizaciones como Voces Diabetes advirtieron que en Colombia se estaban presentando dificultades en el acceso a los diversos tipos de insulina, el pánico empezó a circular entre los pacientes. El debate se alimentó con titulares alarmantes de medios de comunicación que preveían que los diabéticos estarían en serios problemas. “¿Habrá escasez de insulina en Colombia?”, tituló uno de los noticieros más vistos del país. “¿Por qué hay desabastecimiento de insulina en Colombia?”, señaló otro.
Hoy, al ver en retrospectiva lo que sucedió, a Juan Manuel Arteaga Díaz aún le quedan interrogantes. Como especialista en Medicina Interna y Endocrinología y autor de uno de los estudios más recientes sobre prevalencia de diabetes en Colombia, conoce bien los eslabones del mercado de insulina, pero aún se pregunta por qué no había esos medicamentos si los representantes de las casas farmacéuticas lo visitaban a él y a sus colegas con el mismo mensaje: “Todos, sin excepción, siempre nos dijeron: ‘medicamentos sí hay. Siempre hubo’”.
Para Félix León Martínez, el director de la Adres (la entidad que maneja el dinero del sistema de salud), el mercado de los medicamentos es tan complejo e intervienen tantos actores, que puede haber múltiples explicaciones. Incremento de la demanda, restricciones por marcas entre las EPS y los gestores farmacéuticos, encargados de la logística; entregas incompletas, o dificultades para adquirir materias primas, son algunos de los que mencionaba.
Incluso, hay quienes no descartan que, en medio de la intensa discusión que estaba teniendo el país por la reforma al sistema de salud que pretendía hacer el Gobierno y que, finalmente, no prosperó, el acceso a los medicamentos se haya usado como un elemento para presionar. “Lo cierto en este debate siempre ha faltado transparencia”, dice Jaime Alejandro Hincapié, docente y vicedecano de la Facultad de Ciencias Farmacéuticas y Alimentarias de la Universidad de Antioquía.
Más allá de esas conjeturas, a finales del 2023, como reconocieron luego el Ministerio de Salud y el Invima, sí hubo algunas dificultades. Detectaron Incumplimiento en la entrega de seis insulinas, entre las que estaba la glargina. Sanofi le había reportado “demora e intermitencia” en el suministro, aunque aseguró que durante los próximos resolvería la situación, como efectivamente pasó. Hoy, de acuerdo con el Invima, las insulinas en Colombia no están desabastecidas ni en riesgo de desabastecimiento, pero están en estado permanente de “monitorización”.
La pregunta que tanto pacientes como especialistas se hacen es ¿cómo evitar que, en caso de que alguna casa farmacéutica tenga aprietos para vender insulinas en el país, haya escasez de esos productos? La profesora Claudia Vaca tiene una propuesta: hay que promover la competencia de biosimilares, es decir, los “genéricos” de medicamentos biotecnológicos como la insulina. Según Access to Medicine Foundation, la existencia de insulinas biosimilares en los países de bajos y medianos ingresos, además, reduciría los precios.
Pero, para que eso suceda, debería, primero, liberarse la patente de la insulina y, segundo, poner en marcha una industria para que produzca biosimilares. Vaca cree que es posible. “Hay que desmitificar la complejidad de esa producción”, apunta.
Para ella esa podría ser parte de la solución a una de las dificultades que hoy plantea Érika Montañez, directora de la Fundación Voces Diabetes Colombia: la demora en la entrega de medicamentos. La otra que suelen tener los pacientes con diabetes, asegura, es el tiempo de espera para obtener una cita con un especialista. Algunos, cuenta, deberían hacer esa visita, al menos, cada 3 meses, para recibir su fórmula y reclamar su insulina, pero lo están haciendo cada seis o nueve meses.
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